El siguiente artículo
surge de la lectura de la reflexión de Jerónimo a la anterior entrada del blog.
Pongo el enlace para que si les apetece lean su texto
Rosa Parks un día de 1955
se negó a levantarse de su asiento en la guagua (autobús en canario) para dejarlo, como marcaban las normas, a
un blanco. La mayoría de la población blanca del sur de EEUU defendía la
justeza de la discriminación racial, de que Rosa se levantara y se fuera al
fondo del vehículo.
Cuando Espartaco, en el 73 a. c., se rebeló junto a
otros esclavos constituyendo un ejército que, por la fuerza de las armas, puso
en jaque al Imperio Romano, la mayoría de la sociedad romana defendía la
justeza de la esclavitud.
Cuando en 1789 se produce
la Revolución Francesa, que marca el inicio de la contemporaneidad, revolución
parida (al igual que la norteamericana de 1776) por la Ilustración y la burguesía
y a cuyo carro se subieron las clases populares urbanas (sans-culottes), la
mayoría de la población francesa –como en toda Europa- era campesina,
aproximadamente el 80%. Esos campesinos, en buena medida, apoyaban la
estructura social vigente, aunque fuera contra sus propios intereses. Además
tiene enorme lógica, eran seres explotados, analfabetos (lo era el 90% de la
población), con una visión del mundo recibida a través del oscurantismo
eclesial y que ellos percibían, desde la cuna a la tumba, como el “orden
natural” de las cosas. O sea, la revolución francesa fue obra de minorías
intelectuales y urbanas. La mayoría habría seguido con su cotidianidad tal y
como estaban, acaso quizás con alguna revuelta campesina puntual fruto de las
hambrunas.
En 1917 se produce la
principal revolución del siglo XX: la rusa. Rusia, al igual que Francia en el
siglo XVIII, era un país semifeudal y con una clase obrera escasa y concentrada
en San Petersburgo y en Moscú. Esa revolución que marca sin ningún genero de
dudas el devenir del siglo XX –son los comunistas rusos quiénes aplastan al
nazismo, hazañas bélicas hollywoodenses aparte-, fue en sus inicios una acción
de una minoría muy concienciada, una minoría en lucha por los intereses de la
mayoría, que quería transformar la historia
creando el primer estado obrero. Podían ganar o perder. Muchos sabían que
probablemente, aunque se consiguieran los objetivos, ellos perderían. Me
refiero a los que iban a morir en el conflicto. Espartaco y sus
correligionarios o los negros cimarrones americanos podían haber seguido con
sus vidas, millones de esclavos y desposeídos lo han hecho a lo largo de la
historia, y lo seguirán haciendo, sin mover un músculo. Nuestro primer instinto
es el de conservación y eso conlleva adaptarnos al medio natural y también al
social. Nuestra especie ha sufrido desde siempre. Pero siempre, siempre,
queremos vivir. Seguro que el esclavo, dentro de su cosificación, de su
malestar perenne, buscaba los breves momentos de dicha: la risa y el amor. Cada
individuo de un grupo que se ha rebelado contra un orden social injusto y
violento, más allá de emotivas y necesarias frases del tipo: “más vale morir de pie que
vivir de rodillas”, tenía mucho que
perder, aunque viviera en la pobreza y la humillación: su vida, única e
intransferible, la vida del ser que sabe que nace y muere. Espartaco fue
derrotado. Él y sus compañeros fueron crucificados a lo largo de un trecho de
la Vía Apia. Apostaron al todo o nada y salió nada para ellos y todo para la
dignidad, tan vaporosa como necesaria, de los oprimidos de cualquier época.
Las élites dominantes no
sólo han tenido el dominio económico, han poseído, lo que a mí me parece aún más
básico, el dominio de las ideas, han hecho que los oprimidos vean el mundo con
el color de sus lentes en cada momento histórico. Y son pequeños grupos, que
aspiran a ser mayoría, los que combaten esa visión que anega el cuerpo social,
los que inician la lucha por la transformación, contra la inmutabilidad, contra
el injusto “sentido común” de cada época, que es sólo un reflejo de la ideología
dominante.
El proletariado europeo
del siglo XIX, nacido de la primera revolución industrial sin más derecho que
el de caerse muerto y ser suplido por otro, a base de enfrentamientos con la
policía o el ejército en barricadas, huelgas o manifestaciones, muchas veces
tan cargadas de razones como de ira y violencia, consiguió trabajar menos
horas, acceder a seguros sociales (el conservador Bismarck fue el primero que
implantó la seguridad social en Alemania por la potencia del movimiento obrero
de ese país), eliminar el trabajo fabril de los niños, el sufragio universal,
etc. O sea consiguió que los parlamentos aprobaran leyes que aliviaban la
situación de los trabajadores. No se derribaba del poder a la burguesía, pero
se arrancaban concesiones (en este sentido a los trabajadores de Europa
Occidental la existencia del bloque socialista tras la 2º Guerra Mundial les
vino muy bien).
La Plataforma Antidesahucios
(PAH) ha sido un ejemplo de combinar lucha en las instituciones (recogida de más
de un millón y medio de firmas) con la lucha en la calle. Y sus luchas en la
calle nos han enseñado algo muy interesante, cuando la pelea adopta formas más “agresivas”
o contundentes, pues en vez de circular por los “desfiladeros” de rigor se acercan
a ponerle pegatinas en la puerta al diputado X, los dueños de la imprenta, los
oligarcas, ponen en marcha todo su fuego mediático para fusilar nuestras mentes
con balas de gran calibre: violentos, amigos de terroristas, nazis. Estos tres
términos publicados en la prensa española buscan criminalizar a la PAH y avisar
a navegantes con la tentación de descarrilar. Lo lamentable es que suelen tener
éxito en su objetivo: cortocircuitar el pensamiento con palabras tabú.
La violencia o la
algarada son indeseables. Pero tengamos claro que si en un panorama general de recortes aumenta el
dinero para material antidisturbios es porque ellos saben, mejor que nosotros
incluso, que hay razones para el disturbio, para la algarada. Por cierto el
material antidisturbios no es para perseguir delincuentes comunes o banqueros
ladrones. El estado tiene el monopolio de la violencia. Cierto. Y la burguesía
tiene el monopolio del estado y por lo tanto de la violencia. Si ese monopolio
estuviera en vías de cambiar de manos usarían cualquier medio para tratar de
impedirlo. Incluso utilizar el ejército, que no es neutral cuando el dominio de
clase está en juego (sucedió en el 36, en Chile en el 73). En España las urnas
se guardaron 40 años y se abrieron tras un pacto con rey, bandera y clase
dominante franquista como ejes intocables y acorazados de la reinstaurada
democracia.
Me hago la siguiente
pregunta: ¿si un país europeo a través de las urnas diera un giro radical hacia una
sociedad socialista, se le dejaría recorrer ese camino en paz?
Luchar, en mi opinión siempre sirve,
aprendamos del enemigo de clase, cuando sus privilegios están en peligro luchan
con denuedo, nos odian con pasión. Aprendamos nosotros a odiar lo que ellos
simbolizan, lo que no implica combatirlos ciegamente. El antropólogo Manuel Delgado
dijo en la radio en una ocasión que el verdadero motor de la historia es el
odio, no el amor. El odio que sintió Rosa Parks a levantarse del asiento e irse
al fondo de la guagua es el germen de los cambios sociales.
Para acabar haré una
breve consideración sobre el estado de derecho.
El estado de derecho,
plasmado en la constitución, dice que en España cualquier persona tiene derecho
a la vivienda (que se lo digan a cualquiera de los miles de desahuciados), a la
educación (que se lo digan a los estudiantes universitarios que han tenido que
dejar sus estudios por impago de tasas), a la sanidad (que se lo digan a la
familia del inmigrante muerto en Baleares de tuberculosis). ¿Qué grado de
aplicación tiene el estado de derecho en un estado que no garantiza a parte de
sus habitantes los derechos antes mencionados? Algún revolucionario (creo que
fue el Che) dijo, con pleno acierto (véase EEUU), que el poder está en la punta
del fusil. En el capitalismo el derecho está, en buena medida, en el volumen de
la billetera. Cierto es que este artículo no aparece en ninguna constitución.