jueves, 1 de abril de 2021

La historia: ni monta en escoba, ni porta varita mágica

"Si te llaman fascista, estás en el lado bueno de la historia".

Frase pronunciada hace varias semanas por la ultraderechista que gobierna Madrid. 

Es una desgracia, pero hay que apechugar. Yo no puedo hablar de ese misterio que es el átomo para mí, ni de las enanas rojas (las estrellas), ni de que un espermatozoide entre millones, nadando y arribando el primero a ese óvulo que parece un sol, da como resultado Pablo Picasso, Jack el destripador o La Pasionaria. Casi nadie puede hablar, con cierto fundamento, de esos temas. Aspiramos, al menos quien esto escribe, a ver, con fe cuasi religiosa, algún documental que más que iluminar, nos permita una modesta penumbra.

Sin embargo, es materia diferente la historia. Esa de la que yo viví, que quizás para alguno es como vivir de un cuento, de ese que ahoga todos los gritos de angustia del hombre, un cuento inmisericorde que describía en su "Sé todos los cuentos" León Felipe.

Y sé que sobre la historia, y con ella, cualquiera disparata y dispara. Sé que con la historia para el común se sublima el juego, tan cultura cinematográfica que nos nutre, de los malos y de los buenos.

El lado bueno y el lado malo. Clasificar nos sirve y es necesario, nos ordena un mundo que puede ser muy desconcertante, maravilloso y horripilante.

La bondad y la maldad como explicaciones históricas son herramientas tremendamente frágiles. Tengo claro que en cada uno de esos campos puedes encontrar trazas del otro.

Alguien podría decirme: tú defiendes la lucha de clases como motor de la historia. O sea, sí crees que hay malos (los explotadores) y buenos (los explotados). Falso. No se trata de bondad o maldad. Se trata de dinámicas históricas que sitúan a unos seres humanos acumulando riquezas y prevaleciendo sobre otros seres humanos, generalmente gracias a la fuerza que pueden comprar, estructurar y ejercer. Es su posición en la pirámide social lo que los define. No obstante, los privilegiados cuentan además con la enorme ventaja de su dominio ideológico. Históricamente a través de las religiones y en la actualidad con el dominio de los grandes medios de comunicación.

Todos los poderosos no son, ni eran, seres perversos. Incluso algunos de ellos, un señor feudal en la Edad Media, o un cacique en el XIX o el XX, podían tener una visión paternalista, ayudar en momentos puntuales a esas personas a las que explotaban y de las que nacía su riqueza. En modo contrario, un obrero, incluso un esclavo, puede o podía ser un tipo trapacero y profundamente insolidario con aquellos que comparten su infortunio.

Por eso pienso que hay que sacar de la ecuación el bien y el mal. En la sociedad más injusta, que quizás sea la que más necesita esos actos, podemos toparnos con muchas acciones benéficas. Y la sociedad más justa, aquella que está por venir y debería ser (aunque no será) el porvenir, no estará exenta de la vileza y la ruindad. 

La frase del inicio, infantilismo y buenomalismo aparte, es muy interesante porque sirve para retratar y desnudar una característica del estado español: la injusticia sobre la que se construyó la denominada Transición.

Sí, se fundó no solo en dejar impune al fascismo patrio, sino en aceptar de facto el discurso con el que machacó durante 40 años: la Guerra Civil fue inevitable, (no producto de la ultraderecha hispana y su brazo armado, unos militares facciosos apoyados por el nazismo alemán y el fascismo italiano) fruto de la división de la sociedad española.

La palabra eje, la palabra que demoniza, es división. La idea que, a la contra, refuerza, es la necesidad de unidad. La nación debe estar unida, y eso que proclaman los comunistas, la lucha de clases, contraria a la armónica colaboración de clases que defiende el fascismo, solo trae desgracias. Y, como si estuviéramos en el Cuento de Navidad de Charles Dickens, el fantasma del pasado nos lleva a observar los horrores del 36, la matanza, el fratricidio, hurtándonos el diestro espectro la visión de una oligarquía que, ante una república reformista, no quería ceder un ápice de sus privilegios, tema, insisto, no de bondad, sino de naturaleza.

Sí, la lucha de clases es una desgracia, pero, incluso desorganizada, preexiste, no la inventaron los comunistas.

Y esta preexistencia de la lucha de clases me lleva a una de esas ramificaciones por las que a veces me voy en mis textos, pero que me parece viene a cuento y a cuenta.

Hace unas semanas leí un opúsculo de un autor francés, Eric Vuillard, llamado "La guerra de los pobres", cuyo eje es Tomás Muntzer, un reformista religioso alemán del siglo XVI que puso a los desheredados de la tierra como eje de su lucha, pero lo que me llamó la atención, pues lo desconocía, es que ya antes, en el siglo XIV, los campesinos ingleses, liderados por otro reformista religioso, y con un carburante explosivo, mezcla de fe y cólera, se plantaron en Londres. El rey huyó, cortaron algunas cabezas, dudaron, y perdieron. El libro, tan breve como hermoso, no es otra cosa que, con esa herramienta que era una Biblia vedada a los pobres, una expresión de ese enfrentamiento contumaz entre poseedores y desposeídos (campesinos que querían traer un poquito del Reino de Dios a sus míseras vidas terrenales). De este autor no me resisto a nombrar dos joyitas más. La primera es "El orden del día", donde narra como la oligarquía alemana apostó decididamente por Hitler, y que se torna necesario ante tanto lerdo que defiende que los nazis eran socialistas, desconociendo que no es el nombre que robas sino la práctica. La segunda delicia, que casi me hizo saltar las lágrimas, es "14 de julio". Narra esa jornada, que ha pasado a la historia como el inicio de la contemporaneidad, con la cercanía del buen reporterismo, con la emoción de vibrar con muchos de los asaltantes de La Bastilla, esos "sin nombre", artesanos y obreros, de los que hablaba Eduardo Galeano, y a los que Vuillard saca del anonimato y ubica con nombre propio, aunque sea un minuto fugaz, en la historia.

Después de este rodeo vuelvo, en realidad no la he abandonado, a la desgraciada lucha de clases, esa que por reconocer su brutalidad y la injusticia que la propicia, los comunistas aspiran a que quede abolida por una sociedad igualitaria. Los fascistas defienden, como dije anteriormente, una colaboración de clases. Traduciendo: aspiran a la sumisión de la clase trabajadora desde un discurso, un mensaje que se centra en el paternalismo, tan caro para la clase dominante, y una acción que se plasma en la brutalidad.

Se viene un tiempo donde, por mor de la campaña madrileña, se va a hablar por cierta profusión de fascismo (cada vez más envalentonado) y de comunismo (siempre tan desconocido y tergiversado). Y lo triste es el ínfimo nivel. Cuando tienes la certeza de que cualquier mentira encuentra para crecer el abono de la ignorancia.

Solo desde ese supuesto la misma persona autora de la frase entrecomillada que encabeza el texto puede superarse diciendo: "...vendrán intentos de privatización de los servicios públicos a manos de cuatro... porque así es el comunismo". La derecha ultra y privatizadora (junto a la muy hipotética izquierda llamada PSOE) acusando al comunismo de su propia práctica política es una falta de respeto gigantesco... a sus propios votantes. 

Y ahí llegas a la certeza pesimista de que lo que expresa un sindicalista, bastante quemado, en un documental imprescindible, sobre todo en su hora final, llamado "El año del descubrimiento", es una realidad: el mundo camina inexorable (con riendas ideológicas firmes, añado yo) hacia la derecha.