lunes, 20 de abril de 2020

Antipoema de un neojubilado recluido

Derrotado e ignorante,
ahíto de estos tiempos finados
(donde si los imbéciles volaran,
aun cuando los aviones reposan en tierra,
habría que duplicar las torres de control),
salgo para siempre, sin júbilo, 
de la oficina neblinosa,
del sótano con ventanuco
donde exploré vertiginosos tacones
e indecentes sandalias
y, secundariamente, por supuesto,
soñé, día tras día,
con empeño de burócrata narcotizado, 
que era profesor
y que con leonfelipiano afán
pateaba los mecedores cuentos
para que tras el llanto, la angustia y el miedo
brotara,
imberbe y titubeante,
el extraño sueño del entendimiento.

En casa, 
grasa, tristeza y pellejo,
sin tránsito,
doy con mis huesos
en la sala de los confinamientos.
Cautivo y desarmado,
ejército rojo transmutado en desvaído,
entre aplausos horarios,
se entrega mi pensamiento.

Hombres lánguidos, casi muertos,
y mujeres hechas de relatos y retazos,
se turnan 
por orden de sapiencia,
susurrándome a gritos palabras
que desconocerán el futuro,
que me matarán tantas veces,
benditas entre todas las infames,
que ebrio de soledades y azúcares, 
acabaré, en imposible coyunda,
celebrando la vida con ellas.