lunes, 28 de septiembre de 2020

De Virgilio Leret al 27 de septiembre de 1975

27 de septiembre de 1975. Una fecha cargada de simbolismo en la lucha antifascista. Ese día de hace 45 años se produjeron los cinco últimos fusilamientos del régimen fascio-terrorista del general Franco. 

Tres militantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) y dos militantes de ETA, de un total de once condenados, eran legalmente asesinados mediante sentencias dictadas por tribunales militares y con pelotones formados por guardias civiles voluntarios. Utilizo el término legalmente con toda intención porque las leyes son herramientas existentes hace miles de años. El fascismo español, como cualquier estructura política, se dotó de un cuerpo legislativo, por eso defiendo que gran parte de los avances de la humanidad se han producido luchando, incluso con las armas en la mano, contra leyes injustas y despóticas.

Sin embargo, recordar el final me ha llevado a pensar en el principio del oprobioso camino.

Y en el principio está Virgilio Leret, ingeniero y capitán del Ejército del Aire.

Tiene el triste honor de inaugurar la larguísima lista de asesinados por los militares fascistas sublevados en julio del 36. Jefe de una base de hidroaviones ubicada en Melilla, cuando a las 5 de la tarde del 17 de julio comenzó la sublevación él se mantiene fiel a la República y no solo no secunda el golpe de estado sino que emprende una resistencia que, a las pocas horas, ante la gran superioridad de efectivos de los felones, se ve obligada a deponer las armas. Al amanecer del 18 de julio es fusilado (casi lo ejecutaron antes de la fecha oficial de comienzo del llamado por los fascistas “Glorioso Alzamiento Nacional”), inaugurando también una crueldad aún plenamente vigente: la de los desaparecidos en fosas comunes. No, su familia, como tantos miles y miles, nunca ha podido recuperar sus restos. 

Hago un inciso: en estos días, en mi isla, Gran Canaria, han comenzado los trabajos de excavación en la tristemente famosa Sima de Jinámar a la que fueron arrojados muchos antifascistas. Más triste es que haya gente que piense que, redes sociales mediante, eso es remover viejos rencores. El trabajo de 40 años de  fascismo y muchos más de desmemoria es bastante fructífero en las mentes simples, aquellas a las que educan en el temor al enfrentamiento, aunque la causa sea justa.

Volviendo al capitán Leret, queda claro que fusilaron desde primerísima hora, siguiendo la directiva inicial secreta emitida por el general Mola el 25 de mayo del 36: “(…) la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado”. En otra instrucción reservada emitida posteriormente, el 20 junio del 36, Mola es también diáfano: “Para los compañeros que no sean compañeros, el movimiento triunfante será inexorable”. Y Virgilio fue la primera víctima de una inexorabilidad que lo condujo al mismo paredón que a los cinco antifascistas fusilados, cerrando un círculo lleno de cadáveres, casi 40 años después.

Virgilio no sólo es el primer fusilado, para mi tiene otra dimensión simbólica que representa la España oscura que pare el fascismo: mataron a una persona que había diseñado y patentado, en 1935, un motor a reacción que podría ser un avance importante en la aviación mundial. Se impone Millán Astray y su ¡Muera la inteligencia! como hilo conductor de un país que durante decenios olería, después del intento modernizador de la República, a confesionario. 

Y si hablo de Virgilio Leret no debo olvidarme de Carlota O’Neill.  Y no porque quiera expresar aquello, otrora tan manido, de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. En este caso estuvo al lado o incluso, en el pensamiento, fue una adelantada a su marido. Escritora, periodista y feminista, fue acusada por su suegro, el franquista coronel Leret, de inculcar en su esposo el ateísmo y las “nocivas ideas” que lo llevarían al paredón. Pasó cuatro años en la cárcel y tuvo que luchar por la custodia de sus hijas tras salir de prisión. 

Con Carlota, los fascistas condenaban, otras muchas lo pagaron con su vida, a las mujeres españolas a cuarenta años de minoría de edad, con leyes y directrices morales que las sumieron en una profunda discriminación en múltiples ámbitos.

Me sale un pensamiento al paso, y no puedo dejar de expresarlo (quién me haya leído en otras ocasiones sabe de mi funcionar un poco disperso). Hace unos meses el escritor Arturo Pérez Reverte declaró, comparándolo con la actualidad, que en el tardofranquismo (finales de los 60 y años 70), fuera de la política, la libertad era absoluta. Más allá de que parece desconocer que el ámbito político no es una burbuja, lo impregna todo, se olvida de que la mitad de la población, las mujeres, por mucho que acortaran la falda en los 60 o se desmelenaran con los Beatles y proliferaran las chicas ye-ye, tenían que pedir permiso al marido, firma mediante, para realizar casi cualquier gestión (hace unos años Cristina Almeida contó en televisión que, siendo ya abogada, a inicios de los 70, tuvo que, para realizar un determinado trámite, solicitar la firma de su marido), o si se iban de casa porque convivían con un maltratador, o les daba la gana, podían ser denunciadas y retornadas a su “cárcel” por la policía. También parece olvidar el académico que no existía un derecho civil tan elemental como el de divorciarse. 

Retorno a Virgilio y Carlota, dos grandes desconocidos en este país (especialista en desconocer a sus héroes democráticos, mientras tenemos en cada ciudad una avenida o una plaza con el nombre de un tipo que estaba calladito bajo el ala del tirano y que recientemente ha huido del país por haber utilizado la jefatura del estado para enriquecerse), que también representan, por vía familiar, el hilo de la pertinaz represión entre el inicio de la dictadura fascista del asesino terrorista Franco el 18 de julio del 36 y su funesta rúbrica el 27 de septiembre del 75. 

Carlota O’Neill es tía de una mujer emblemática del feminismo español: Lidia Falcón, que en septiembre de 1974 es detenida y torturada durante nueve días en los calabozos de la Dirección General de Seguridad por el miembro más famoso de la Brigada Político-Social (los conocidos popularmente en la Dictadura como “sociales”): Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, fallecido hace unos meses con todas sus medallas intactas y grandes quejidos de nuestra timorata izquierda a la que, por lo que respecta al asunto de castigar a los criminales fascistas, tildaría, permítaseme el neologismo, de plañidócrata. Sí, plañir, sollozar, y como casi siempre, siguiendo el dicho que tantas veces escuché a mi abuela, “dar palos a la madriguera” de un conejo que ya se ha ido… impune, como todos los Billy el Niño que comenzaron la carnicería con Virgilio Leret, la refrendaron asesinando a los militantes del FRAP y de ETA y prosiguieron sus días, plácidamente, como demócratas de toda la vida.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Alegato “clasista” de un ex profesor que, lo siento Ayuso, casi nunca ha visitado Madrid

Cuando era profesor siempre tuve una querencia especial por la Geografía Humana. En concreto, por mostrar un mundo de marcados contrastes: países desarrollados y países subdesarrollados (ahora se habla más de países en vías de desarrollo). Ambos grupos, por supuesto, con una amplia gama de matices y contrastes dentro de sí mismos.

La querencia de la que hablo venía, quizás, de que era una de  las puertas que me permitían acceder a espacios de la realidad actual del mundo, que generalmente quedan bastante velados a los ojos del alumnado. Yo estaba empeñado en descubrirles (sé que va en contra de la pedagogía que establece que el alumno construye su propio aprendizaje con el profesor en un discreto segundo plano), en la medida de mis escasas dotes adoctrinadoras, otros caminos, otros planteamientos que cuestionaban la ideología dominante y aplastante que es transmitida cotidiana y machaconamente por los grandes emporios comunicativos y que se convierten en parte del acervo del pensamiento social. 

Me viene a la mente la polémica, a inicios de año, sobre el pin parental, dispositivo que planteó el gobierno murciano para que los padres decidieran si sus hijos accedían a determinados contenidos o no. Una pregunta hecha sin ánimo de mofa: ¿si un padre es terraplanista tiene derecho a impedir que se instruya a su descendencia sobre la esfericidad de la Tierra? Me pareció una polémica bastante absurda, pues esos niños o jóvenes crecen en el marco más adoctrinante y determinante, y del que existe difícil escapatoria para la gran mayoría: la familia. 

Lo que quiero decir es que esté tranquilo quién, ingenuamente, tema que en un centro de enseñanza su vástago pueda ser objeto, por un profesor desalmado, de un lavado de cerebro. A lo más que puedes aspirar, cuando eres un profesor crítico (en general, pocos) con el sistema social en que vivimos, y tienes la suerte de impartir el área de las Ciencias Sociales, es a poner sobre la mesa cartas que siempre están en el fondo de la baraja o a las que, distracción mediante, se les “veta” el acceso. Acceso sepultado (ojo, estamos hablando de mentes en formación) bajo toneladas de guasaps insustanciales o fascistizantes y basura televisiva rosa chicle.

Una de esas cartas tiene que ver con el arranque de este texto, en el que citaba los países vulgarmente llamados ricos y pobres. Aparte de entrar en las realidades que los definían como tales y las causas (cuan básica es la historia) de esa dicotomía, me gustaba dar una vuelta de tuerca y hablarles de la riqueza en la pobreza y de la pobreza en la riqueza. 

Nadie duda de que USA es, aún, el país más rico del planeta y que, por ejemplo, Malí (puesto 182 en el Índice de Desarrollo Humano) está entre los territorios con mayor índice de pobreza. Yo quería que entendieran que dentro de cada uno de esos dos países, con diferencias de riqueza abismales, existía otro abismo interior: el de las clases sociales. Siempre les explicaba lo mismo: una persona de la clase alta de ese país pobre llamado Malí vive con todos los lujos del mundo más desarrollado, esos a los que no puede acceder el sin techo del país rico llamado EEUU, portando sus pertenencias en un carrito de supermercado.

Esa lucha de clases, existente más allá del despiste inducido del más débil  de los contendientes, ha adquirido una dimensión nueva en Madrid, producto de la pandemia, con el confinamiento selectivo de unas zonas que corresponden con los barrios más humildes. La realidad es que prácticamente todo Madrid (y casi todo el estado español) está en datos que conllevarían un confinamiento estricto. Sé que no es lo mismo 600 que 1000 casos por 100.000 habitantes, pero es indudable que ambas cifras, según los estándares de la OMS, están ubicadas ya en la desmesura. 

Si yo habitara una de esas zonas confinadas de las que solo puedo “escapar” vía Metro atestado (donde en el colmo de la vileza acaban de inaugurar, sí, inaugurar, con la presencia del Vicepresidente y del Consejero de Transportes como si de una magna obra se tratara, dispensadores hidroalcohólicos… después de meses de pandemia)  para ir a trabajar a las zonas no confinadas, estaría pensando en como canalizar mi rabia al sentirme tratado como un siervo que tiene la obligación de ir a producir y después tornar con toda mansedumbre a su jaula. Porque encima hasta el puto parque, en el que respirar un poco (perdonen el lenguaje pero no me apetece contenerme en exceso), me lo cierran. Seguramente el aire libre es mucho más nocivo que los túneles para transportarse que usan a diario decenas de miles de trabajadores.

En 2012, en lo peor de la crisis de 2008, Susan George declaró: “Ensayan con los españoles para ver cuánto aguantan”. Parece que el ensayo prosigue. Y da la impresión de que los “científicos” encargados del experimento cada vez están más jubilosos y son más osados en sus planteamientos, y probablemente ni en sus sueños más húmedos esperaban una respuesta tan dócil, tan positiva, para sus intereses, de las cobayas.

Yo, quizás errado, pongo en duda la afirmación del periodista Antonio Maestre que escribió que “los ojos de los barrios se están inyectando en sangre” y añadía “no sigan tentando la suerte”. Discrepo. Pueden tentar la suerte lo que les dé la gana. Está más vigente que nunca la canción emblema de la Transición: Libertad sin ira. Cualquier atisbo de digna ira sería, no lo dudo, convenientemente estigmatizado por los medios que están prestos siempre a deslegitimar cualquier movimiento que consideren dañino para los intereses de clase de los dueños de las imprentas. 

Vigilados por el ceño fruncido de los antidisturbios podrán, no con la mirada amorosa policial que acompañó en mayo a los del barrio de Salamanca,  manifestarse los madrileños de los barrios populares con la distancia debida y con el acompañamiento de las batucadas. Lo afirmo con rotundidad: detesto las batucadas en las movilizaciones. Son un mensaje absolutamente erróneo. Salir a la calle contra una decisión tan clasista como la perpetrada en Madrid, salvo en las manifestaciones procesión como las del 1º de Mayo, o similares,  no es ir de fiesta, debería ser pisar fuerte, masivamente, rostro serio y amenazante, pero claro, la clave está en la extrema delgadez de la línea roja.

Por eso, por la endeblez del rojo y la falta de guerra de sus tambores, Isabel Díaz Ayuso, que posee el discreto encanto de una ¿estudiada? estulticia, circunstancia que complace sobremanera a ese ultraderechista que es el analfabeto político (y que seguramente le hará mejorar resultados en 2023) se permitió decir ante Sánchez, tras pedirle policía, siempre más policía, lo siguiente: “Madrid es de todos. Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España? No es de nadie porque es de todos. Todo el mundo utiliza Madrid, todo el mundo pasa por aquí. Tratar a Madrid como al resto de comunidades es muy injusto a mi juicio”. 

El arranque me recordó la “marxista” parte contratante del siglo XXI. Es una cantinflada que, sin conciencia de clase, llevaría, al menos a mí, desde la ultraperiferia de este archipiélago africano donde habito, a despotricar contra un mensaje que convierte a Madrid en un todo casi ultrajado , que busca el enorgullecimiento de sus habitantes (más allá de que la señora achacara el coronavirus pujante entre otras cosas, a los hábitos de la inmigración extranjera) equiparando Madrid con España e intentando que, por ejemplo, se olviden de que unos días antes, en una muestra inequívoca de para que clase gobierna, anunció, mientras la Sanidad la mantiene gracias a la sobreexplotación del personal, una bajada de impuestos del 0.5% para todas las rentas. Un timo como una catedral,  que descubres que beneficia a las rentas más elevadas, apenas pienses lo que es un 0.5%, por ejemplo, para el que ingresa 200.000 euros al año y  para el que ingresa 20.000. 

Y lo peor es que a mucha gente que clama contra el desastre sanitario la musiquilla de la bajada de impuestos le suena muy bien. Tal vez, algún día, se disipe tanta intoxicación ideológica y con una renacida conciencia de clase nos llegue la coherencia, esa que ellos nunca, nunca, han perdido.


Posdata: Vuelvo a pedir disculpas por mi evidente impericia con la forma, que hace aparecer dos colores de fondo. Siendo sincero, tampoco me preocupa en exceso si la expresión es, cuando menos, correcta.


martes, 15 de septiembre de 2020

60.000 millones de negros (pobres) bañándose en una piscina

Todos sabemos que los chistes se agrupan por “familias”. Las hay variadas: en España son (o eran) emblemáticos los brutos de Lepe, cuya vertiente canaria son los chistes de gomeros; los ya proscritos de mariquitas, tartajas o cualquier persona que tuviera una deficiencia psíquica o física; los del pícaro español, que siempre comienzan con: van un francés, un alemán, un inglés (las nacionalidades tienen cierta variabilidad) y acaban con un español que, cual Lazarillo, siempre se sale con la suya; los sexuales, que cuando ver una teta en la tele dejo de ser propio de los documentales de “tribus salvajes” perdieron cierta pujanza; los chistes, muchas veces amuletos para combatir nuestros terrores más íntimos, de “humor bestia y sangriento”, subtítulo usado por la revista Harakiri; los chistes políticos, de mi infancia y juventud, con Franco superstar, como aquel que llamaba al abuelo político de Felipe VI Paco Rana, porque decía que iba saltando de pantano en pantano (no sé si los menores de 60 lo captarán). Sí, el humor es variadísimo y, cada vez menos, lamentablemente, por mor de la corrección política en boga, incorrectísimo. 
El título de este texto bebe en la fuentes de lo que yo llamaría el chiste hiperbólico, el de la desmesura. Y es que había (tiendo a hablar en pasado porque hace mucho que no oigo chistes, quizás por ser yo un desaborido que detestaba las sobremesas donde los cuentachistes se ponían las botas) un tipo de chiste que siempre comenzaba de la siguiente manera: están un millón de chinos en una cabina jugando al fútbol (o haciendo lo que se tercie) y…
No me cabe duda de que 60.000 millones de negros (pobres) en una piscina, aunque ésta fuera olímpica, estarían un poco apretados. Sin embargo, sospecho que alrededor de 60.000 millones de euros de dinero público, aquellos con los que el estado rescató a la banca, cabrían físicamente en la pileta de 50 metros de largo por 21 de ancho y 2,7 de profundidad.
Esta hipérbole comparativa viene a cuento de la polémica que despertó el alojamiento, en hoteles del sur de la isla de Gran Canaria, de inmigrantes llegados en cayucos de África. Cuando uno o dos días más tarde salió la imagen de un grupo de jóvenes negros disfrutando en una gran piscina, con zambullidas y acrobacias, los incapaces de luchar por la devolución de los 60.000 millones del rescate bancario, vieron en la masa de bañistas y en los alojados en apartamentos y hoteles, 60.000 millones de negros (pobres) privilegiados, prestos a arrasar con todas las ayudas sociales existentes en el estado español. 
Huelga decir, imagino que ya lo sabrán, que era una imagen real, pero  creadora de una falacia, incorporada a la inmundicia que se vierte sin consecuencia alguna en las redes sociales. Los 60.000 millones eran jóvenes de un centro de acogida, sin nada que ver con los inmigrantes recién llegados, disfrutando de un parque acuático situado a más de 10 kilómetros de los alojamientos turísticos temporales. Pero el objetivo estaba logrado: anulación de la mente, y enaltecimiento de las tripas y el miedo, por la vía del enfrentamiento de los que nada tienen con los que tienen miedo de perderlo todo.
Envidiar y ver como un ente amenazante al pobre que llega de fuera y se juega la vida (el color de la piel suele solucionarse con un blanqueante intensivo llamado dinero) mientras entre el 18 de marzo y el 29 de mayo, cuando fruto del confinamiento se produjo un gran derrumbe económico y un incremento de la pobreza, los 23 españoles más ricos vieron crecer su patrimonio en un 16% sin que casi nadie se entere, pues la noticia aparece, cuando aparece, en tercera o cuarta fila, es el gran triunfo del sistema en que vivimos, mandando a la periferia del pensamiento de las clases populares la solidaridad de clase. Esa solidaridad que tuvo un hombre negro como Oliver Law (y otros 85 afroamericanos que vinieron luchar contra el fascismo a España), comandante de las Brigada Lincoln en la Guerra Civil que, proviniendo del cacareado país de la libertad, dijo, antes de morir en combate, que “el primer lugar donde se sintió americano libre fue España”.
Estos días oigo de vez en cuando, en boca de políticos de diferentes formaciones, la aseveración “los canarios no somos racistas”. Un clásico habitual y bastante tonto considerar a los pueblos como entes portadores, como si de un todo se tratase, de grandes virtudes.
El racismo, como el fascismo o, me parece más apropiado, la fascistización, es un proceso vinculado al miedo que se produce en determinadas capas sociales cuando detectan cambios que pueden alterar el orden social en el que se sienten seguros. 
El 4 de septiembre se cumplieron 50 años del triunfo de Salvador Allende, al frente de la Unidad Popular, en las elecciones presidenciales chilenas. Con motivo de ese aniversario vi una entrevista conjunta a Allende y Fidel Castro celebrada en 1972. Allende, en esta conversación defendía la llamada vía constitucional al socialismo, actuar dentro de los cauces legales, también  expresaba el enorme problema que suponían los grandes medios de comunicación mintiendo y envenenando a la gente (¿les suena de algo?). Sí, ya atizaban el miedo, no de la oligarquía, que es muy consciente de su posición de clase y la necesidad de defenderla por todos los medios posibles (masacre incluida), sino de sectores sociales como profesionales, comerciantes, funcionarios o trabajadores cualificados que en una situación en que se plantean cambios no cosméticos son muy sensibles al temor de perder una posición estable. Posición estable, orden tradicional que el fascismo, la dictadura de un hombre providencial, salva, haciendo a muchos de esos pequeños burgueses asustados respirar tranquilos, aunque parezca una paradoja, con la nariz tapada.
En febrero de 1936 Falange Española, o sea, el fascismo oficial español, sacó aproximadamente 45.000 votos, un 0,46% del total. Su implantación social era ínfima. Compárenlo con la implantación de los nazis en Alemania y su 37% de votos. La masa social conservadora del estado español en febrero apoyó opciones de derecha tradicionales en el marco de una democracia burguesa. Sin embargo, temerosa de un gobierno como el del Frente Popular, que planteaba cambios profundos, descontando la ferocidad de la oligarquía, una parte significativa de esa base social, esa pequeña burguesía a la que eriza el vello la palabra comunismo, se echó en brazos del ariete político que utilizaron los militares a partir de julio del 36: Falange Española. 

Hoy la ultraderecha de VOX, el fascismo actual (me viene a la mente Sanchez Dragó hablando de Abascal no como político, sino como jefe, palabra eje, en lo simbólico, del fascismo)  sin correajes y blanqueada por los medios, sigue utilizando el miedo y para fomentarlo y expandir su pútrida ideología tiene a su favor la marea manipuladora que puede desatarse en las redes. Ahora, uno de los arietes del fascismo es el extranjero que “viene a quitarnos el trabajo a los españoles (o canarios)”. Escandaliza bastante menos centenares o miles de cuerpos naufragados reposando en el Atlántico o el Mediterráneo, o los 14 ahogados, disparos de bolas de goma de la Guardia Civil mediante, cuando querían llegar a nado a Ceuta, que los 60.000 millones millones de negros (pobres) bañándose en una piscina.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Vejez, linchamiento y derechos

Hace algo más de una semana se difundió ampliamente por las redes un vídeo detestable. Desconozco si también por los grandes acorazados mediáticos que crean desinformación y modelan una opinión de tintes fascistizantes, pues me los tengo prohibidos siguiendo un refrán popular asturiano que dice: “a la mar fui por naranjas / cosa que la mar no tiene”, al que el poeta gomero Pedro García Cabrera redimensionó en el año 1959 dándole una vuelta de tuerca tan dolorosa como necesaria: “metí la mano en el agua / la esperanza me mantiene”. A mí me mantiene la vana esperanza de que dándoles una audiencia ínfima al duo de manipuladoras e intrigantes mañaneras, éstas serían eyectadas de esas aeronaves del infundio desde donde derraman su maná tóxico. Por cierto, para que nadie me malinterprete, ni se horrorice pensando que tengo una vena censora (en este mismo blog, hace años, un señor muy amable me puso la lista de precios, y ahí sigue, de los billetes a eso que se suele llamar con sorna “paraísos comunistas”; no recuerdo, tendré que mirarlo, si incluyó a China, el país más libre de coronavirus en estos momentos), libertad de expresión, sí, libertad de emponzoñamiento masivo para los grandes emporios mediáticos mediante manipulaciones que buscan enterrar el pensamiento y la reflexión y que brote, cuanto más mejor, la irracionalidad de las tripas, o sea, la autopista del fascismo que implica, por ejemplo, la normalización mediática de VOX, nunca. 
Después de este largo paseo por lo que en principio no es el objeto de este texto, vuelvo al vídeo que cito en la primera línea, en el que dos muchachas, ¿auxiliares clínicas?, tratan de manera vejatoria (una intenta alimentarla y la otra graba), con un lenguaje muy inapropiado y entre risas, a una anciana que está postrada en cama. 
Por supuesto, ha ardido Troya. Las vísceras en todo su apogeo. Cada cual con su receta sancionadora, desde limpiar pisos con sus cabelleras por el método del arrastre a pasar unos meses a la sombra carcelaria. Con el añadido de alejamiento a perpetuidad de cualquier anciano y el deseo de que en la vejez reciban, con creces, el trato por ellas ofrecido. 
Hay algo que me genera un cierto malestar: el linchamiento que alumbra de manera desmedida a estás dos personas concretas, con tan escasa empatía como sobrado descerebramiento, y en cambio, deja en la sombra a un sistema hipócrita, que mientras prepara a muchos jóvenes para la explotación laboral más descarnada, es un canto casi perpetuo al hedonismo, a hacer lo que nos pide el cuerpo… y, encima, transmitirlo a los demás mediante grabaciones.
Estás dos muchachas deben tener su sanción, y la han tenido, perder un trabajo hoy en día no es baladí, pero convertirlas en muñecos del pim pam pum, con intervención incluso de la fiscalía, estando en un año que ha visto la muerte de miles de ancianos en residencias sin atención médica alguna y alejados de sus familiares, es tener la mira desenfocada. O enfocada hacia los bajos instintos (esos de los que yo no estoy libre y soy el primero en intentar domeñar), que son los que venden en los medios y redes sociales, preservando, en cambio, el pensamiento que sustenta el sistema.
Como se plantearía en una sociedad socialista, y calibrando la naturaleza y enjundia de su "crimen", es factible, si esta experiencia les ha servido de enseñanza, reeducarlas. No creo que sea lo más adecuado decirles todos a coro que ya son un trasto inservible para siempre. 
No puedo, ni debo, evitar el tema de la educación. Quizás no venga mucho a cuento, no están ya en el instituto, pero también es cierto que hasta hace unos meses fue mi terrero de brega y ellas, en su inconsciente desparpajo, en su amor al móvil y su despreocupación, en la palabrota colgando de los labios, me recuerdan a no pocas de aquellas (y aquellos) adolescentes y jóvenes que intentábamos que como el caimán de la canción (era una frase que yo usaba a menudo) no se fueran por la barranquera. Un terrero, por cierto, nada al uso, pues, redondeces innegables aparte, no escaseaban los recovecos donde sentirte extraviado.
Y sé que lo que diré ahora no me hará simpático: uno de los recovecos más importantes, fruto casi siempre de la impotencia, eran los que yo denomino padres (iba a decir la comemierdada políticamente correcta de progenitores, pero paso) “dimitidos”. Cualquier padre, madre o abuela (sí, el instituto donde trabajé durante 27 años era un territorio donde estudiaban o moraban los hijos-nietos de un amplio grupo de abuelas a veces desalentadas, otras desesperadas y casi todas resignadas) tiene la tentación, mucho mayor si carece de herramientas y a esto le acompaña el lastrante factor de la pena, de hacer lo único que nunca debería permitirse hacer: tirar la toalla. 
Un recoveco diferente, pero también importante, y que en no pocas ocasiones está relacionado con el recoveco anterior, es el tema de los derechos, de qué manera se transmiten estos desde el aula, la familia o la sociedad.
Es habitual poner el acento en una visión individualista, el mí (yo) por delante de todo, calando la idea en buena parte de la gente joven, y de la población en general, de que los derechos solo nos afectan a cada uno por separado, sin rozarnos, sin interactuar con los demás o, incluso pensando, desgraciadamente, que están en un plano superior al de las otras personas. Por eso, pienso que el planteamiento correcto es, básicamente, la visión de los derechos como un un organismo colectivo (pensemos, por ejemplo, en el tema de las mascarillas y quiénes defienden su derecho individual a no portarlas). Algo que, casi siempre, solo se puede ejercer en compañía de unos deberes imprescindibles, a menudo olvidados, que son los que sustentan los derechos, y en muchos casos la dignidad, de las otras personas. No existen sanidad, educación o justicia dignas, que se consideran derechos inalienables, sin el encaje de múltiples piezas que tienen que ser absolutamente conscientes del deber de realizar su trabajo con empeño y corrección.
Antes de acabar, en este zigzagueo que son mis textos, y volviendo al tema del trato a los ancianos, quisiera contar una pequeña anécdota familiar. Un día, en una de sus últimas hospitalizaciones, encuentro a mi madre, mujer de carácter, algo mohina. Al preguntar qué le pasaba me contestó, contrariada: “se creen que una es tonta”. El asunto era que una de las personas que la atendían le había dicho, de manera muy risueña y, sin duda, con la mejor intención del mundo, lo guapa que estaba. Mi madre, desabrida, le respondió diciendo que no era una niña chica, que tenía espejo y sabía que no estaba precisamente guapa. Sé que posteriormente le dijo a la persona que no había querido ofenderla, ni despreciar su amabilidad, pero yo entendí, y sentí, la desazón de mi madre, que mantuvo su lucidez hasta el final.

Me refiero a algo que es relativamente habitual: la infantilización de las personas ancianas, sobretodo cuando ya están en una situación en la que necesitan atenciones especiales o especializadas. Con su doble vertiente: la de abroncarte, como hacen las chicas del vídeo, o la de empalagarte los oídos con palabras melosas, acompañadas muchas veces de un tono cantarín, que los propios viejos (llevo todo el texto esquivando la expresión viejo o vieja, por otro lado hermosa y que en Canarias se usa cariñosamente para referirse a los padres) saben que no casan con la realidad que viven en esos momentos.