viernes, 4 de septiembre de 2020

Vejez, linchamiento y derechos

Hace algo más de una semana se difundió ampliamente por las redes un vídeo detestable. Desconozco si también por los grandes acorazados mediáticos que crean desinformación y modelan una opinión de tintes fascistizantes, pues me los tengo prohibidos siguiendo un refrán popular asturiano que dice: “a la mar fui por naranjas / cosa que la mar no tiene”, al que el poeta gomero Pedro García Cabrera redimensionó en el año 1959 dándole una vuelta de tuerca tan dolorosa como necesaria: “metí la mano en el agua / la esperanza me mantiene”. A mí me mantiene la vana esperanza de que dándoles una audiencia ínfima al duo de manipuladoras e intrigantes mañaneras, éstas serían eyectadas de esas aeronaves del infundio desde donde derraman su maná tóxico. Por cierto, para que nadie me malinterprete, ni se horrorice pensando que tengo una vena censora (en este mismo blog, hace años, un señor muy amable me puso la lista de precios, y ahí sigue, de los billetes a eso que se suele llamar con sorna “paraísos comunistas”; no recuerdo, tendré que mirarlo, si incluyó a China, el país más libre de coronavirus en estos momentos), libertad de expresión, sí, libertad de emponzoñamiento masivo para los grandes emporios mediáticos mediante manipulaciones que buscan enterrar el pensamiento y la reflexión y que brote, cuanto más mejor, la irracionalidad de las tripas, o sea, la autopista del fascismo que implica, por ejemplo, la normalización mediática de VOX, nunca. 
Después de este largo paseo por lo que en principio no es el objeto de este texto, vuelvo al vídeo que cito en la primera línea, en el que dos muchachas, ¿auxiliares clínicas?, tratan de manera vejatoria (una intenta alimentarla y la otra graba), con un lenguaje muy inapropiado y entre risas, a una anciana que está postrada en cama. 
Por supuesto, ha ardido Troya. Las vísceras en todo su apogeo. Cada cual con su receta sancionadora, desde limpiar pisos con sus cabelleras por el método del arrastre a pasar unos meses a la sombra carcelaria. Con el añadido de alejamiento a perpetuidad de cualquier anciano y el deseo de que en la vejez reciban, con creces, el trato por ellas ofrecido. 
Hay algo que me genera un cierto malestar: el linchamiento que alumbra de manera desmedida a estás dos personas concretas, con tan escasa empatía como sobrado descerebramiento, y en cambio, deja en la sombra a un sistema hipócrita, que mientras prepara a muchos jóvenes para la explotación laboral más descarnada, es un canto casi perpetuo al hedonismo, a hacer lo que nos pide el cuerpo… y, encima, transmitirlo a los demás mediante grabaciones.
Estás dos muchachas deben tener su sanción, y la han tenido, perder un trabajo hoy en día no es baladí, pero convertirlas en muñecos del pim pam pum, con intervención incluso de la fiscalía, estando en un año que ha visto la muerte de miles de ancianos en residencias sin atención médica alguna y alejados de sus familiares, es tener la mira desenfocada. O enfocada hacia los bajos instintos (esos de los que yo no estoy libre y soy el primero en intentar domeñar), que son los que venden en los medios y redes sociales, preservando, en cambio, el pensamiento que sustenta el sistema.
Como se plantearía en una sociedad socialista, y calibrando la naturaleza y enjundia de su "crimen", es factible, si esta experiencia les ha servido de enseñanza, reeducarlas. No creo que sea lo más adecuado decirles todos a coro que ya son un trasto inservible para siempre. 
No puedo, ni debo, evitar el tema de la educación. Quizás no venga mucho a cuento, no están ya en el instituto, pero también es cierto que hasta hace unos meses fue mi terrero de brega y ellas, en su inconsciente desparpajo, en su amor al móvil y su despreocupación, en la palabrota colgando de los labios, me recuerdan a no pocas de aquellas (y aquellos) adolescentes y jóvenes que intentábamos que como el caimán de la canción (era una frase que yo usaba a menudo) no se fueran por la barranquera. Un terrero, por cierto, nada al uso, pues, redondeces innegables aparte, no escaseaban los recovecos donde sentirte extraviado.
Y sé que lo que diré ahora no me hará simpático: uno de los recovecos más importantes, fruto casi siempre de la impotencia, eran los que yo denomino padres (iba a decir la comemierdada políticamente correcta de progenitores, pero paso) “dimitidos”. Cualquier padre, madre o abuela (sí, el instituto donde trabajé durante 27 años era un territorio donde estudiaban o moraban los hijos-nietos de un amplio grupo de abuelas a veces desalentadas, otras desesperadas y casi todas resignadas) tiene la tentación, mucho mayor si carece de herramientas y a esto le acompaña el lastrante factor de la pena, de hacer lo único que nunca debería permitirse hacer: tirar la toalla. 
Un recoveco diferente, pero también importante, y que en no pocas ocasiones está relacionado con el recoveco anterior, es el tema de los derechos, de qué manera se transmiten estos desde el aula, la familia o la sociedad.
Es habitual poner el acento en una visión individualista, el mí (yo) por delante de todo, calando la idea en buena parte de la gente joven, y de la población en general, de que los derechos solo nos afectan a cada uno por separado, sin rozarnos, sin interactuar con los demás o, incluso pensando, desgraciadamente, que están en un plano superior al de las otras personas. Por eso, pienso que el planteamiento correcto es, básicamente, la visión de los derechos como un un organismo colectivo (pensemos, por ejemplo, en el tema de las mascarillas y quiénes defienden su derecho individual a no portarlas). Algo que, casi siempre, solo se puede ejercer en compañía de unos deberes imprescindibles, a menudo olvidados, que son los que sustentan los derechos, y en muchos casos la dignidad, de las otras personas. No existen sanidad, educación o justicia dignas, que se consideran derechos inalienables, sin el encaje de múltiples piezas que tienen que ser absolutamente conscientes del deber de realizar su trabajo con empeño y corrección.
Antes de acabar, en este zigzagueo que son mis textos, y volviendo al tema del trato a los ancianos, quisiera contar una pequeña anécdota familiar. Un día, en una de sus últimas hospitalizaciones, encuentro a mi madre, mujer de carácter, algo mohina. Al preguntar qué le pasaba me contestó, contrariada: “se creen que una es tonta”. El asunto era que una de las personas que la atendían le había dicho, de manera muy risueña y, sin duda, con la mejor intención del mundo, lo guapa que estaba. Mi madre, desabrida, le respondió diciendo que no era una niña chica, que tenía espejo y sabía que no estaba precisamente guapa. Sé que posteriormente le dijo a la persona que no había querido ofenderla, ni despreciar su amabilidad, pero yo entendí, y sentí, la desazón de mi madre, que mantuvo su lucidez hasta el final.

Me refiero a algo que es relativamente habitual: la infantilización de las personas ancianas, sobretodo cuando ya están en una situación en la que necesitan atenciones especiales o especializadas. Con su doble vertiente: la de abroncarte, como hacen las chicas del vídeo, o la de empalagarte los oídos con palabras melosas, acompañadas muchas veces de un tono cantarín, que los propios viejos (llevo todo el texto esquivando la expresión viejo o vieja, por otro lado hermosa y que en Canarias se usa cariñosamente para referirse a los padres) saben que no casan con la realidad que viven en esos momentos.

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