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lunes, 26 de septiembre de 2011

Un brevísimo cuento nada ejemplar

El viernes quién esto escribe, más chulo que un ocho, se levantó y se dijo: ¿yo a trabajar? ¡Y una mierda! Atraco el Banco de España. Hice un par de llamadas a algunos amigos (no se olviden que aunque individualista soy comunista, colectivero), que como yo, están hasta los cojones de ser unos pobres infelices (profes ninguneados la mayoría de ellos) y les dije, en llamadas sucesivas: ¿atracamos el puto Banco de España?. Reconozco que me esperaba respuestas algo timoratas del tipo: "hombre, Pepe Juan, que es viernes y ya uno tiene organizado todo el finde" o " ya me gustaría a mí, pero Manolito tiene unas décimas de fiebre y un moco colgante". Sin embargo, mis amigos, a pesar de esas pintillas de intelectualoides pusilánimes, tras un momento de silencio, se volvieron hombres arrechos, coléricos, y sentí como rugían y me gritaban: ¡¿a que hora y donde nos vemos?! Quedé en irlos recogiendo por sus casas entre las diez y media y las once. Previamente pasé por el Cárolan de la esquina y adquirí cinco caretas tipo pasamontañas de Obama y Osama (ahí tienes la alianza de civilizaciones Zapatero, de éste, como empleado segundón que es, no había caretas, incluso el dependiente, algo cruel, esbozo una sonrisa perdonavidas cuando pregunté por ellas). En la juguetería compré cinco metralletas, tan bonitas y ruidosas como ineficaces, (pensar que en EEUU por abrir un deposito bancario te las regalan, ¡que gran país!) que me remontaron a la niñez (como lea esto un pacifista me la gano). Tras estás compras fui recogiendo a mis compinches a toda mecha, que las heroicidades de los intelectuales, gente veleidosa, pequeñoburguesa, pueden zozobrar fácilmente. Pero no, en la mirada de aquellos hombres había determinación, la exaltación de los puros, de los conversos, aunque fuera a un gigante sátiro como Caco (no piensen mal, bandidos). Un médico, un abogado y tres profesores íbamos a pasar a la  historia delictiva de Canarias como los primeros en atracar el Banco de España. Cuando, León y Castillo adelante, me acercaba al banco, tras las barbas de Osama, emocionado lloraba. Pasé de largo y a través de la careta le saque la lengua al guardia civil que custodiaba la mancillada institución. Mis correligionarios bramaron, me llamaron gallina, se sentían tan gansters ya, que me prometieron cortarme los cojones y metérmelos en la boca antes de tirarme por la punta del muelle grande con un pijama de cemento. Blasfemaban mientras yo me desprendía de Osama y seguía lagrimeando. Súbitamente callaron y, caretas fuera, recuperaron sus caritas bonachonas de médico amable, de profesores desorientados o de abogado que no cree en la justicia. Les prometí pagarles el día perdido debido a mi rapto de locura. Tocahuevos que son, se cagaron en toda mi estirpe diciéndome que eso era una afrenta a nuestra amistad. Acabamos bebiendo cerveza, y comiendo calamares y longorones, en un bareto que quizás la ley de costas no tardará en derribar. Estábamos alegremente tristes, éramos unos pringaos, ya nunca seríamos los primeros en atracar, de manera ilegal, el Banco de España.