lunes, 10 de mayo de 2021

Colombia, Pablo Iglesias y la frase demoledora de Malcolm X

Sí, usted, conteste sin hacer trampas. Le digo que no vale buscarlo, lo que ahora llaman googlear. Si lee este texto, y tiene un minuto, póngame en los comentarios, el nombre del presidente de Colombia. Insisto, no lo mire, no sorteo nada. Si no lo sabe, escríbamelo también. Repita el proceso indicado con el nombre del presidente de Venezuela. Es un ejercicio simple pero que, le aseguro, encierra importantes enseñanzas.

Colombia y Venezuela son estados fronterizos situados al norte de América del Sur. Siamesitos que casi comparten bandera. Usted, la mini encuesta y su sinceridad dirán, ha escuchado el nombre del presidente de Venezuela, país que soporta la categoría, poco halagüeña, de régimen, en infinidad de ocasiones. Nadie, ni los marcianos aún no detectados por el helicóptero que escudriña el planeta rojo, desconoce el nombre del individuo en cuestión. Cuando hace unos años hubieron protestas, las llamadas guarimbas, cuando en una plaza juramentó un "presidente encargado", oyó usted hasta la saciedad el nombre del, con gran unanimidad mediática, denominado siniestro dictador. Día tras día los "luchadores por la libertad venezolanos", que usaban esa violencia que aquí, en las protestas caseras, aún en un grado menor, es catalogada de terrorismo, eran tildados de héroes, aunque entre sus heroicidades estuviera quemar vivo algún chavista de piel excesivamente oscura. Por cierto, uno de los acusados de la hazaña, Enzo Franchini,  tiene refugio en el estado español. 

Colombia, en cambio, es ese país que tiene centenares de líderes sociales y comunitarios, mayormente campesinos, asesinados con sordina mediática, pero que afortunadamente no padece régimen siniestro alguno. Ese país cuya policía en una semana ha asesinado a más de 30 personas que protestan contra una ley fiscal regresiva. Eso de fiscalidades regresivas trae a mi mente algún eco de una comunidad donde se ha plantado la bandera de la libertad, sustituyendo siete trasnochadas estrellas blancas (por supuesto) por siete espumeantes cañas. Paro mi tendencia a la deriva. Abandono el cocidito castizo y sigo con Colombia, ese país donde hay miles de falsos positivos (campesinos que asesinaba el ejército para hacerlos pasar por guerrilleros y cobrar el correspondiente estipendio) pero, ufff, insisto, qué suerte, no tiene un régimen. Y como no tiene el baldón de un régimen, los grandes portaviones mediáticos no ubican la masacre en portada o primera línea, y la comunidad internacional, o sea, EEUU y sus acólitos europeos y esa engendro llamado OEA, hacen admoniciones casi beatíficas a parar la violencia, tipo: la violencia nunca es el camino (argumento siempre usado por quienes tienen más rebosantes los arsenales), debe imperar el diálogo. Así, todo lo que en Venezuela es un foco constante, nítido y preciso, sobre la maldad de un tipo con mostacho con el que no cabe diálogo alguno (leña a Zapatero por legitimar el lado oscuro de la fuerza), aquí es niebla y responsabilidades compartidas porque, por designio imperial y bases militares estadounidenses mediante, Colombia, ya lo he repetido, no es un régimen, sino una democracia que atraviesa dificultades y cuyos manifestantes no merecen el rango de luchadores por la libertad.

La derecha, con su armada político-intelectual, Vargas Llosa y Felipe González al frente,  protege a los suyos, y su sangrienta represión, sin fisuras. Lo vimos en Bolivia en 2019, lo vemos ahora en Colombia. Y cuando toca la ofensiva ataca con la dureza de un puño. En cambio la izquierda, que simboliza la unión de los trabajadores con el puño alzado, casi siempre ofrece una mano laxa, desmadejada, acomplejada.

Cada día que pasa, la famosa frase de Malcom X, aquella que nos dice que si no tenemos cuidado los medios de comunicación nos harán odiar al oprimido y amar al opresor, es más plena, tiene más vigencia.

Sobre la sevicia de los grandes emporios mediáticos hay, en clave del estado español, como epílogo, otro ejemplo muy reciente. Pablo Iglesias, exitosa demolición mediante, se ha ido de la política institucional. Y se ha marchado cargando sobre sus hombros un odio enorme hacia su persona (no me atrevo a decir que el que más pues Puigdemont, ahora en segundo plano, también carga el suyo). Lo que me parece digno de estudio es cómo se ha forjado, cómo ha cuajado ese odio. Intento explicarme. Los exiliados y presos independentistas sabían, o deberían haberlo sabido y calibrado, que, incluso sin necesidad de furia mediática, gran parte de la población hispana los iba a odiar y el aparato judicial los iba a machacar. Un proceso de independencia no es jamás, como alguno de ellos desatinadamente expresó, una "revolución de las sonrisas". Los estados, cuando la fuerza se los permite, enseñan los colmillos, no los dientes. Y si no basta, los usan.

La peculiaridad del "caso Pablo Iglesias" es que nunca planteó romper España, y que partiendo del programa ambicioso del primer Podemos acabó en un reformismo muy tenue con leves tintes socialdemócratas. Incluso habló de patriotismo, y como posición "izquierdista" planteaba que los ricos deberían pagar un poco más (sí, así, tímidamente, casi solícito). La ira "revolucionaria" lo abandonó pronto (o viceversa), pero dio igual, la cacería ha sido implacable, lo ha "matado" socialmente, creando en millones de personas una inquina que ni siquiera, la mayoría de ellas, serían capaces de explicar con una mínima racionalidad, y se ha cobrado su pieza. Y así, muchísimas personas de clase trabajadora, con jornada leonina y menguado salario,  destilaban felicidad el miércoles por la mañana, quizás ignorando que  su nómina era un poco más alta porque Podemos,  tal vez su principal logro, pactó con el PSOE una subida del 22% en el salario mínimo. 

Por cierto, unas palabras para los oficiantes que desde la izquierda rezuman pureza. Dicen: la gente reniega de Podemos porque no ha derogado la ley mordaza o la reforma laboral. Y tienen toda la razón en el reproche, que yo comparto plenamente, irritándome sobremanera con la excusa de los 35 diputados. Pero donde me surge la grieta es en lo siguiente, que expresaba en un tuit el periodista, estudioso de los medios de comunicación y su propiedad, Pascual Serrano: la clase trabajadora no le vota a quien no deroga esas leyes, la coalición PSOE- Podemos, pero lo hace masivamente a quien las elaboró, el PP. Extraño razonamiento.  Toda la ira contra el que no derriba la fortaleza se torna en agasajo en forma de votación masiva a los arquitectos y constructores. También es un clásico esgrimir que la irrupción de Pablo Iglesias y la creación de Podemos a inicios de 2014 tuvo un efecto desmovilizador sobre las luchas sociales. ¿De verdad? Ahora resulta que la izquierda revolucionaria estaba a 5 minutos de la toma del Palacio de Invierno y llegó Podemos y jodió el invento. Se confunden movilizaciones masivas puntuales, como la marcha minera sobre Madrid de 2012, arropada por decenas de miles de personas, con situaciones prerrevolucionarias, o ansias transformadoras generalizadas que no existían, ni existen. Ocho meses antes, en noviembre de 2011, y 6 meses después del cacareado 15M, en respuesta a la crisis, el PP sacó una mayoría absoluta de 186 diputados y casi 11 millones de votos.

A Pablo Iglesias se le puede acusar de posibilista, de frustrar expectativas en la lucha de su organización por avances sociales para las grandes mayorías, pero no de una acción lesiva para esas grandes mayorías que con inoculado encono le repudian. Observemos la obscenidad del evasor emérito regalándole a Corina, en lo más duro de la anterior crisis, por los servicios prestados (exclusivamente a él) 65 millones de euros, o a otros personajes con trayectorias siniestras o corruptas. No se olviden de que la sede desde la que el PP celebró su reciente victoria está pagada con dinero negro según los tribunales. Insisto, miren a cualquiera de ellos y en sus siniestras o embozadas faces (todo un número la ex dirigencia pepera negando ser los que aparecen, con nombre y apellidos, en los papeles de Barcenas, declarando con mascarilla desde casa), no verán reflejadas ni la décima parte del odio que concita Pablo Iglesias. 

Acabo, uniendo brevemente los dos hilos de este texto. Pablo Iglesias,  no sé si por estrategia electoral, o por cambios en sus convicciones (lo dudo), orilló sus simpatías por la revolución bolivariana. ¿Valió la pena? Retroceder, renegar de ideas y aliados, no amansa a la carcundia derechista, la fortalece y envalentona. Hace unos días, en una entrevista, la que situan como próxima líder de Unidas Podemos, ante la pregunta de si era comunista respondió, sonriente y algo apurada, que hablar del comunismo era algo muy complejo. No te va a valer de nada el equilibrismo Yolanda Díaz. En Madrid, Ayuso acaba de arrasar, aupada por los medios, con la absurda disyuntiva Comunismo o Libertad (la real sigue siendo socialismo o barbarie). Si, mirando alrededor, ves que ese es el nivel, no cambies arañar votos por dignidad. La línea roja es delgada, y sembrada de dificultosos recovecos, pero sigue marcando el camino.