Hoy, 7 de noviembre, se cumplen 94 años de uno de los principales acontecimientos del siglo XX: la revolución rusa. Nacía el primer estado que se proponía dar el poder a la clase trabajadora, derrocando a la oligarquía, eliminando sus enormes privilegios. Esta revolución es un latigazo que cruza el siglo XX de lado a lado. Oficialmente fue liquidada y enterrada en 1991. Hablamos por lo tanto de un periodo de 74 años. Una época llena de esperanzas y zozobras. Siempre que pienso en la revolución rusa mi alma se conmueve (ya sé que suena cursi). Sin lugar a dudas esa revolución es una de las grandes epopeyas del siglo XX, cuajada, como toda obra humana de grandeza y miseria, obra que quería llevar a la práctica la letra de La Internacional: "El mundo ha de cambiar de base, los nada de hoy todo han de ser". También se le podría aplicar la poesía de Silvio Rodríguez cuando dice: "La era está pariendo un corazón, no puede más se muere de dolor".
En 1917 Rusia es un país atrasado, con una industria escasa y una población campesina mayormente analfabeta. En 1957, después de superar una Guerra Mundial donde perecen 20 millones de ciudadanos de la URSS (uno de cada tres muertos en esa Guerra era soviético, y hoy en día nadie mínimamente informado, salvo que tenga mala fe, niega que el inicio del fin del nazismo, películas sobre el desembarco de Normandía aparte, se produce en el frente oriental, en concreto en Stalingrado) y grandes zonas del territorio son devastadas, son el primer país del mundo en poner un satélite en el espacio. Le leí a un autor que eso no podía llevarse a cabo sin mandar a un país a la escuela, sin lograr que, más allá de su condición social, ningún talento se perdiese. Educación universal gratuita desde infantil a la más compleja carrera universitaria. Sanidad para todos (hoy en día la esperanza de vida en Rusia es menor que en la era soviética). Igualdad efectiva de la mujer. Mi tía Lola me contaba que un hermano de su marido, que había estado muchos años embarcado, recorriendo muchos puertos del mundo, le decía que cuando llegó a la URSS le había impresionado (negativamente claro) ver a mujeres trabajando como estibadoras. Para mi ese en cambio es un hecho significativo de integración, de igualdad real. Existieron grandes avances sociales para el pueblo. De eso, probablemente, se "beneficiaron" los trabajadores del mundo capitalista desarrollado. Del temor al comunismo. Estoy convencido de que la caída de la URSS está en el origen de la actitud ofensiva, que hoy padecemos, de la oligarquía a nivel mundial. El ataque a las torres gemelas, aunque nos quieran vender lo contrario, es un suceso de menor importancia en comparación con el derrumbe de la URSS. Pasamos del mundo bipolar al mundo caníbal, donde una élite, cada vez más depredadora, nos puede llevar al abismo. Ustedes pensarán que les estoy pintando un mundo bucólico. Se que no fue así. Una revolución es pensamiento en acción, debate intenso que no puede resolverse con el exterminio del discrepante (asesinato, entre muchos otros, de Trosky, fundador del Ejercito Rojo, convertido en enemigo). Toda revolución socialista busca demoler el edificio viejo, decrépito, pero su fase realmente complicada es la constructiva, donde es necesaria la audacia intelectual y la diversidad cultural, y sin embargo surgió el bicho dañino que carcomió el sistema soviético: el burócrata, el contrarrevolucionario por excelencia, elemento en el que se plasma el automatismo, la complacencia y, lo más repugnante, la uniformidad y el servilismo acrítico. Así llegó el momento en que una revolución que lo que necesitaba era más socialismo, más participación del pueblo, más pensamiento libre que la regara, estuvo en manos de sus enterradores, todos ellos altos dirigentes del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) como Gorvachov o Yeltsin. Lo más trágico es el gran expolio, el trasvase de una enorme cantidad de capital socialista (de todos) a manos de unos pocos, los llamados oligarcas rusos, convertidos en unos años, de burócratas de medio pelo, en multimillonarios. Y así, Moscú, fría y gris, triste cenicienta, se convirtió en princesa organizadora de ferias del lujo. Bueno, algo se ha ganado, ya don Felipe González no tiene que ir, como única opción para morir apuñalado, al metro de Nueva York.