viernes, 10 de noviembre de 2017

El juez y la violencia del proceso independentista

“La  ocupación  organizada  de  calles  por  centenares  de  tractores;  incluyendo el bloqueo  del  edificio  de  la  Delegación  del  Gobierno  de  Cataluña;  el  asedio  de edificios  pertenecientes  a  la  Administración  del  Estado;  el  aislamiento  de agentes  o  de  la comisión  judicial  que  realizó  el  registro  de  la  Consejería  de Economía;  el  impedimento  por  numerosos  individuos  de  que  se  realizara  en registro  en  la  entidad  Unipost;  el  asedio  de  los  hoteles  donde  se  alojaban  los integrantes  de  las  fuerzas  del  orden;  los cortes  de  carreteras  y  barricadas  de fuego;  las  amenazas  a  los  empresarios  que  prestaran  soporte  a  los  servicios  del Estado;  o  algunas  de  las  murallas  humanas  que  defendían  de  manera  activa  los centros  de  votación,  haciendo  en  ocasiones  recular  a  las  cuerpos  policiales,  o forzando a estos a emplear una fuerza que hubiera resultado innecesaria de otro modo; son una clara  y  plural expresión de esta violencia”.
El párrafo que antecede pertenece al auto del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena sobre la presidenta y los miembros de la Mesa del Parlament.
Para este señor todo lo expuesto más arriba es, según sus propias palabras, violencia. Es atroz. Está equiparando las acciones de protesta, que pueden ser muy diversas, con la violencia. Alguien que haya estudiado o leído un poco de historia, y al señor magistrado le supongo ese ejercicio, sabe que uno de los elementos que nos hace humanos, en un sentido hermoso del término, es nuestra capacidad para rebelarnos, para decir no ante el abuso y la injusticia.
Muchas veces en la historia se ha necesitado de la acción violenta contra ese abuso y esa injusticia. Sí, digo necesitado. Es el caso de Espartaco y la rebelión de los gladiadores en el siglo I a. c. Aquellos hombres, para intentar ser libres, tuvieron que usar en una lid más justa las armas con las que luchaban, hermano contra hermano de sufrimiento, en los anfiteatros. Mil setecientos años después, los hijos de la Ilustración, ese movimiento que planteaba como fin supremo del ser humano la felicidad (para mosqueo de la Iglesia que prefería al rebaño pastando del valle de lagrimas terrenal), comenzaban su revolución contra el Antiguo Régimen a golpe de guillotina. Hace cien años, en los albores del siglo XX, los bolcheviques se saltaron todos los semáforos de Petrogrado cuando el Aurora lanzó un cañonazo que dio paso a la creación del primer estado obrero de la historia. A finales de los 50, en Cuba, un sujeto llamado Fidel, que era una condición objetiva en sí mismo, lideró, fusil en mano, un movimiento de insurrección perpetua contra la injusticia que aún perdura en el mundo. El siempre ponderado, erróneamente, como pacifista perpetuo, Nelson Mandela, lideró “La lanza de nación” el brazo armado de su partido, el Congreso Nacional Africano, en la lucha contra el odioso apartheid.
De mí boca saldrán pocas palabras de crítica contra las acciones anteriormente descritas. Lo admito, yo, conocedor de la lucha de clases, y aspirante a la erradicación de éstas, no soy un pacifista machamartillo. En el año 1936 cualquier antifascista tenía que coger las armas y enfrentar el violento golpe de estado fascista del general Franco con violencia. No existía alternativa. O sea, señor juez, yo, modesto trabajador de ese surtidor de sangre (casi siempre de los desposeídos) que es la historia, y posible adoctrinador de jóvenes, según los peligrosos criterios que pronto pueden estar en boga en todo el territorio español, me atrevo a decirle que, visto lo anterior, todo lo que usted expone como violencia es pura protesta pacífica, acciones en las que, buscando un objetivo político, no se ha derramado ni una gota de sangre. Su auto es una criminalización global de la protesta, que, por supuesto, siempre implica acciones que no están exentas de tensión, de enfrentamiento, de encono, elementos consustanciales a cualquier conflicto aunque se desarrolle por cauces pacíficos. No obstante, atribuir a un movimiento como el soberanista catalán el estigma social de ser violento es, sencillamente, faltar a la verdad.
Me reservo un comentario especial para lo que he subrayado en negrita. Considerar las murallas humanas, en las que hubo multitud de personas apaleadas por la policía, y que fueron vistas en todo el mundo como ejemplo de una población luchando con métodos pacíficos, como una expresión de violencia, es hacer oposiciones a que Borges lo incluya, señor juez, en una nueva “Historia Universal de la Infamia”. Esas cuatro líneas son inadmisibles. Usted podrá acusar a esas miles personas que ofrecieron su carne, corazón incluido, para amurallar un espacio de votación, de resistencia a la autoridad, de desobedecer la orden policial de desamurallarse, pero jamás de violencia. Y le digo una cosa, cuando vienen decenas de armarios a empotrarse contra ti, hay que ser un colectivo bastante templado y disciplinado para, prácticamente sin excepción, controlarse.
Para acabar hay una línea que quiero resaltar especialmente por la filosofía de la sumisión que la impregna: forzando a estos a emplear una fuerza que hubiera resultado innecesaria de otro modo”. Los titubeantes avances históricos, quizás entre ellos la generalización de la enseñanza universal, que tal vez permiten que un chico de barrio llegue a juez, siempre, siempre, han venido forzados y contra la fuerza opuesta, y muchas veces brutal, de una minoría que los consideraba innecesarios.