“La
ocupación organizada de
calles por centenares
de tractores; incluyendo el bloqueo
del edificio de
la Delegación del
Gobierno de Cataluña;
el asedio de edificios
pertenecientes a la
Administración del Estado;
el aislamiento de agentes
o de la comisión
judicial que realizó
el registro de
la Consejería de Economía;
el impedimento por
numerosos individuos de
que se realizara
en registro
en la entidad
Unipost; el asedio
de los hoteles
donde se alojaban
los integrantes
de las fuerzas
del orden; los cortes
de carreteras y
barricadas de fuego;
las amenazas a
los empresarios que
prestaran soporte a los servicios
del Estado; o algunas
de las murallas humanas
que defendían de
manera activa los centros
de votación, haciendo
en ocasiones recular
a las cuerpos
policiales, o forzando a estos a
emplear una fuerza que hubiera resultado innecesaria de otro modo; son
una clara y plural expresión de esta violencia”.
El
párrafo que antecede pertenece al auto del juez del Tribunal Supremo Pablo
Llarena sobre la presidenta y los miembros de la Mesa del Parlament.
Para este señor todo lo expuesto más arriba es, según
sus propias palabras, violencia. Es atroz. Está equiparando las acciones de
protesta, que pueden ser muy diversas, con la violencia. Alguien que haya
estudiado o leído un poco de historia, y al señor magistrado le supongo ese ejercicio,
sabe que uno de los elementos que nos hace humanos, en un sentido hermoso del término,
es nuestra capacidad para rebelarnos, para decir no ante el abuso y la
injusticia.
Muchas veces en la historia se ha necesitado de la
acción violenta contra ese abuso y esa injusticia. Sí, digo necesitado. Es el
caso de Espartaco y la rebelión de los gladiadores en el siglo I a. c. Aquellos
hombres, para intentar ser libres, tuvieron que usar en una lid más justa las
armas con las que luchaban, hermano contra hermano de sufrimiento, en los
anfiteatros. Mil setecientos años después, los hijos de la Ilustración, ese
movimiento que planteaba como fin supremo del ser humano la felicidad (para
mosqueo de la Iglesia que prefería al rebaño pastando del valle de lagrimas
terrenal), comenzaban su revolución contra el Antiguo Régimen a golpe de
guillotina. Hace cien años, en los albores del siglo XX, los bolcheviques se
saltaron todos los semáforos de Petrogrado cuando el Aurora lanzó un cañonazo
que dio paso a la creación del primer estado obrero de la historia. A finales
de los 50, en Cuba, un sujeto llamado Fidel, que era una condición objetiva en
sí mismo, lideró, fusil en mano, un movimiento de insurrección perpetua contra
la injusticia que aún perdura en el mundo. El siempre ponderado, erróneamente,
como pacifista perpetuo, Nelson Mandela, lideró “La lanza de nación” el brazo
armado de su partido, el Congreso Nacional Africano, en la lucha contra el
odioso apartheid.
De mí boca saldrán pocas palabras de crítica contra
las acciones anteriormente descritas. Lo admito, yo, conocedor de la lucha de
clases, y aspirante a la erradicación de éstas, no soy un pacifista
machamartillo. En el año 1936 cualquier antifascista tenía que coger las armas
y enfrentar el violento golpe de estado fascista del general Franco con
violencia. No existía alternativa. O sea, señor juez, yo, modesto trabajador de
ese surtidor de sangre (casi siempre de los desposeídos) que es la historia, y
posible adoctrinador de jóvenes, según los peligrosos criterios que pronto
pueden estar en boga en todo el territorio español, me atrevo a decirle que,
visto lo anterior, todo lo que usted expone como violencia es pura protesta pacífica,
acciones en las que, buscando un objetivo político, no se ha derramado ni una gota
de sangre. Su auto es una criminalización global de la protesta, que, por
supuesto, siempre implica acciones que no están exentas de tensión, de
enfrentamiento, de encono, elementos consustanciales a cualquier conflicto
aunque se desarrolle por cauces pacíficos. No obstante, atribuir a un
movimiento como el soberanista catalán el estigma social de ser violento es,
sencillamente, faltar a la verdad.
Me reservo un comentario especial para lo que he
subrayado en negrita. Considerar las murallas humanas, en las que hubo multitud
de personas apaleadas por la policía, y que fueron vistas en todo el mundo como
ejemplo de una población luchando con métodos pacíficos, como una expresión de
violencia, es hacer oposiciones a que Borges lo incluya, señor juez, en una
nueva “Historia Universal de la Infamia”. Esas cuatro líneas son inadmisibles.
Usted podrá acusar a esas miles personas que ofrecieron su carne, corazón
incluido, para amurallar un espacio de votación, de resistencia a la autoridad,
de desobedecer la orden policial de desamurallarse, pero jamás de violencia. Y
le digo una cosa, cuando vienen decenas de armarios a empotrarse contra ti, hay
que ser un colectivo bastante templado y disciplinado para, prácticamente sin
excepción, controlarse.
Para acabar hay una línea que quiero resaltar
especialmente por la filosofía de la sumisión que la impregna: “forzando a estos a emplear una fuerza que
hubiera resultado innecesaria de otro modo”. Los titubeantes avances históricos, quizás entre
ellos la generalización de la enseñanza universal, que tal vez permiten que un
chico de barrio llegue a juez, siempre, siempre, han venido forzados y contra
la fuerza opuesta, y muchas veces brutal, de una minoría que los consideraba
innecesarios.
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