En Bangladesh, un país del que la mayoría de la gente desconoce el continente donde se ubica, cayó hace poco más de dos semanas una torre que ni alcanzaba esa categoría ni tenía una gemela (o quizás tiene miles). Ese edificio no fue construido para ser un referente glamuroso de la arquitectura mundial, donde se instalaran las lujosas sedes de grandes empresas mundiales. Ese edificio era una pieza, recambiable por supuesto, en la enorme sala de maquinas que hace navegar, viento en popa, a esos hermosos trasatlánticos que son las transnacionales. Era un triste edificio carente de la particularidad de la gemelitud y el gigantismo urbanístico, afectado de raquitismo al lado de las celebérrimas torres estadounidenses que competían en ese retorno, que se produjo en el siglo XX y prolongado en el XXI, al mito babélico de alcanzar el cielo (un matiz: en las maravillosas catedrales góticas también anidaba ese espíritu). Ahora mismo esa carrera la va ganando el "Burj Khalifa" de Dubai con 828 mts. Aunque por lo que he visto al buscar el dato de la altura de la torre dubaití, una empresa china quiere levantar en la ciudad de Changsha un edificio de 838 metros y 220 plantas en 90 días. Insisto, la competencia por llegar al cielo... del dinero, es abrumadora. El infierno queda para los más de 1000 muertos, y se esperan, milagros puntuales aparte, bastantes más, extraídos de los escombros del edificio bangladeshí. En realidad quizás sepan ya el número definitivo de muertos que van a encontrar. Leí que en el edificio había unas 3100 personas. Es una simple resta macabra.
En las torres de Nueva York murieron en total 2800 personas el 11 de septiembre y decenas de miles en los años posteriores en Afganistán e Iraq. Afirmo esto porque la principal excusa para atacar esos países fue el 11-S. Así, en un ejercicio que quizás a algunas personas parezca algo alambicado y demagógico, creo que la gran mayoría de las víctimas del 11S, sobre cuya autoría intelectual hay grandes interrogantes, han sido personas pobres que nunca pisaron las famosas torres. Podemos estar tranquilos. Del edificio de Bangladesh aquí no nos llegará una mota de polvo. Incluso su eco, que de por sí nunca fue estruendoso, reavivado por el hallazgo de una superviviente, cada vez es más intermitente y lejano. Los autores intelectuales del crimen perpetrado en el país asiático duermen plácidamente, ninguna flota o escuadra de cazas de aquel país va a venir a bombardear las sedes principales -grandes salones y hermosas cubiertas de los trasatlánticos- de las empresas que hacinan a trabajadores en condiciones infrahumanas en castillos de naipes diseñados para sacar el máximo beneficio con la complicidad de las clases dirigentes nativas.
Algún autor, ha dicho que esas grandes empresas han aliviado la miseria absoluta de mucha gente en Bangladesh o países similares. Y ese autor tiene, en el sentido más estricto, razón. Una razón enfangada, asquerosa, que nos eriza el vello moral, pero irrebatible. Si yo le propongo a ese trabajador que ahora está en una fabrica miserable 10 ó 12 horas al día regresar a su situación anterior, me mandará al carajo. Preferirá ser un humano sobreexplotado que sentirse un humano marginal, sin un techo, aunque sea mísero. Esa repugnante dicotomía inmoral que da a elegir, falsamente, entre lo pésimo y lo insoportable, ya se pasea también, con mirada altiva, encontrando centenares de miles de ojos ávidos y vencidos, por nuestras calles.
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