Yo fui uno de los 38.262
votantes que tuvo Carles Puigdemont fuera de Cataluña (1807 en Canarias) en las
elecciones al Parlamento Europeo. Por supuesto, estos fueron una mínima parte
del 1.025.411 votos que cosechó en total. En Cataluña obtuvo 987.149 (28,5%)
votos, con los que aventajó al segundo en más de 220.000. O sea, su victoria en
“su” territorio fue, números en mano, inapelable. Y, al menos por ahora,
irrespetada.
La candidatura de este señor
fue admitida por la Junta Electoral Central. Los resultados, que le depararon
dos diputados, publicados en el BOE. En resumen, se le permite participar en la
convocatoria electoral y se reconoce oficialmente que ha obtenido más de un
millón de votos que le hacen, junto a Toni
Comín, parlamentario electo.
Pues bien, como los
susodichos no se presentan en Madrid para prometer la Constitución se considera
que no han cumplido un trámite inexcusable, puramente formal, pues todos
sabemos de las mil y una formas de acatamiento desacatante de la Constitución. “Prometo
la constitución para cargarme la constitución”. Que no falte la “summa
hipocresía”.
Así, con una argucia legal,
por un mero formulismo, la representación política de más de un millón de
personas, entre ellas la mía, se tira a la basura mientras esperamos lo que
diga el Tribunal General de la Unión Europea.
Y me pregunto quién es un
tribunal supremo, español, europeo, mundial, galáctico o universal para
interferir en el “contrato” establecido entre una candidatura legal, encabezada
por Puigdemont, Rita la Cantaora o Periquillo el de los Palotes, todos ellos
sujetos elegibles, y quién esto les escribe, sujeto con sus derechos de elector,
al menos hasta el momento, intactos, como el millón de votantes restante.
Por supuesto, este autor se
declara lego en leyes, e imagina a algún posible lector de este texto, versado
en ellas, llevándose las manos a la cabeza, pero creo firmemente que una vez
admitida una candidatura, en la que se supone que todos los componentes de la
lista tienen sus derechos políticos intactos, los candidatos electos deben
ocupar el escaño conseguido, salvo comisión de delito flagrante posterior a la
proclamación de la candidatura en cuestión.
Puigdemont, litigios previos
con la justicia española aparte, aún residiendo en el extranjero, pudo
presentarse. Yo fui a mi colegio electoral y cogí, sin ninguna cortapisa, la
papeleta que encabezaba este señor. Y salió elegido.
Nos están ustedes robando el
voto a más de un millón de electores.
Por cierto, le voté a
Puigdemont porque, aunque no lo crean, en esa elección concreta me pareció el
voto más “rojo” posible, en el sentido del voto más incómodo para el régimen
del 78. Ése que, nos guste o no, recibió su mayor enmienda, solo hay que
repasar el calibre de la respuesta del estado (airado y amenazante discurso del
rey, 10.000 piolines que ni en los momentos más álgidos de la violencia de ETA,
aprobación de una ley “puente de plata” inverso para fomentar la huida de las
empresas catalanas de un secesionismo instigado, extrañamente, por la burguesía
catalana), el 1 de octubre de 2017, en
un espectacular ejercicio de desobediencia civil colectiva.
Y, por si alguien me abronca
con la primacía de los derechos sociales sobre los derechos nacionales (es el
mismo modelo de treta que usan los falsos republicanos, sempiternos
postergadores de la lucha por la república), apuntarle que entre 2015 y 2017,
bajo la presidencia de Puigdemont, ese señor de derechas, dicho sin ironía, se
aprobaron por el Parlament de Cataluña más de diez leyes marcadamente sociales
que el Tribunal Constitucional tumbó una tras otra. El muy progresista Pedro
Sánchez, ese que sueña con la abstención en su investidura de Ciudadanos o el PP líder del PSOE, partido central del régimen del 78, que aún muchos
ubican en la izquierda, llegó al gobierno en junio de 2018 prometiendo derogar
la reforma laboral del PP o la Ley Mordaza o publicar la lista de agraciados con la lluvia de millones de la amnistía fiscal. Un año después, sin la sorpresa de
casi nadie que se considere verdaderamente de izquierdas, ambas leyes siguen vigentes y el careto de los agraciados, velado con la gracia del secreto.
Breve posdata conspiranoica: ¿los problemas estomacales del señor Rivera estarán conectados con el IBEX y su terquedad ante la investidura del Sr. Sánchez?
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