El libro ‘Así
fue la dictadura’ recoge 10 historias de personas que lucharon contra el
franquismo, desde el fin de la Guerra Civil hasta la Transición
Víctor
Díaz-Cardiel, nacido en 1935, fue detenido en 1965, torturado y condenado a 13
años de cárcel por pertenecer al Partido Comunista de España (PCE).
(…)
“Sé lo
que es ser un preso político. Yo lo fui. Nueve años seguidos. Y no tiene nada
que ver con esos independentistas que se dicen ahora presos políticos. Y si nos
comparamos con mi pobre padre, para qué le voy a contar. No se le fue nunca el
miedo. Nunca. Hasta que se murió. Por lo menos esto de los independentistas que
se quieren presos políticos nos ha devuelto un poco en la superficie a
nosotros, porque si no de qué vamos a salir en ningún sitio. Pero lo de
Cataluña no es lo mismo. Hay que marcar las diferencias, porque, si no, aquí se
blanquea hasta el día en que vives. Hasta el día que naces, te dicen que no,
que usted se equivoca, que no ha nacido ese día… Cómo es posible que haya tanto
olvido en este país, porque, hombre, un golpe militar, una guerra y 40 años de
dictadura, pues no se pueden olvidar así como así…”.
El texto que antecede proviene de
un libro donde diez luchadores antifascistas de la época de Franco cuentan sus
experiencias. Es la parte final de un extracto publicado en El País y recogido
por la página web de UCR.
En un estado donde los “héroes”
democráticos son un falangista (Adolfo Suárez) y el hijo político de Franco
(Juan Carlos I), desgraciadamente los luchadores contra el fascismo no tienen
el reconocimiento político y social que deberían. Cualquier obra que le acerque
a la sociedad española (aunque estos libros solo llega a los ya convencidos) la
realidad represiva del régimen terrorista que gobernó durante 40 años es
necesaria.
Pero me duelen ciertas artimañas.
Los que halagan para menoscabar. Desde hace unos meses se ha puesto de moda el
enaltecimiento de los presos de la Dictadura como una manera de menospreciar,
de desvalorizar la cárcel que padecen los presos políticos catalanes. Me da
pena que Víctor Diaz-Cardiel, después de contar su terrible peripecia y su
posterior ninguneamiento, como colofón de su testimonio se preste a ese juego
en el que están siendo utilizados interesadamente por un estado que está
actuando represivamente en Cataluña. Incluso el mismo se da cuenta de que los
utilizan cuando expresa lo siguiente: “Por lo menos esto de
los independentistas que se quieren presos políticos nos ha devuelto un poco en
la superficie a nosotros, porque si no de qué vamos a salir en ningún sitio”. Más razón que un santo. El País, con mucha
más difusión de la que tendrá el libro, escoge este testimonio porque refuerza
su posición de que en España no hay presos políticos. Le interesa mucho más
apuntalar esta idea dominante que mostrarnos la iniquidad de un régimen fascista
e impune cuyas víctimas se han ido a 10.000 kilómetros
a buscar justicia (Argentina), mientras hoy, 4 de julio de 2018, el BOE publica
que la nieta del jefe terrorista, Carmen Martínez-Bordiu Franco ha heredado el “ducado
de Franco con grandeza de España”.
El que los líderes catalanes en
prisión preventiva no hayan sido sometidos a los padecimientos de Víctor
Díaz-Cardiel no significa que no sean presos políticos. En ningún lugar se
estipula que sea condición imprescindible para ser considerado preso político
haber sido sometido a maltrato físico o psicológico. Esa condición la otorga,
exclusivamente, la naturaleza del delito por el que estás encausado.
Sé, y aquí me meteré
momentáneamente en un jardín, que internacionalmente se pone el límite en el
uso de la violencia. Es un debate arduo. Hace unas semanas en el programa de
TV3 “Preguntes freqüents” entrevistaron a un ex militante de ETA (por supuesto,
con gran revuelo de los medios falsarios). Expuso que entró en ETA, después de
reflexionarlo, con todas las consecuencias. Cumplió prisión por asesinato (ni
afirmó ni negó su responsabilidad) y dio a entender que lo asumía. Sé que me
ganaré la bronca generalizada por mi afirmación: para mí este individuo fue un
preso político, pues, más allá del execrable medio (una violencia masivamente
usada por estados hipócritas, por cierto), esa fue su intencionalidad. Y que
era un tema político nos lo revela todas las veces que diferentes gobiernos
españoles negociaron con ETA.
Pero no quería llevar el foco al
tema de la violencia. Simplemente quiero pedirles a los presos políticos del
régimen fascista de Franco que no entren en competiciones absurdas, que tengan
claro que los dirigentes políticos encarcelados son tan presos políticos ahora
como ellos lo fueron entonces.
Me gustaría engarzar lo anterior
con otro clásico que últimamente está en auge: la superioridad moral de los que
vivieron la época fascista y lucharon, que ahora son legión, con respecto a los
nacidos sin posibilidades biológicas de arrimar el hombro en tan loable empeño.
Estos últimos, cuando tienen la osadía de cuestionar la Transición, parece que
debieran guardar devoción por los primeros y cometen sacrilegio. Viene esto a
cuento de un enfrentamiento en La Sexta entre Willy Toledo y Nativel Preciado
en el que ésta empezó a recitar, con aire condescendiente, las deudas que los
“jóvenes” airados, nacidos después de los 60, tienen con los que vivieron como
adultos aquellos tiempos.
Ya está bien. Viví la etapa
final, nací en el 59. La gente que luchó activamente contra la Dictadura fue muy minoritaria. Es un dato objetivo. No
establezco juicio de valor. El fascismo llegó bañando en sangre al país, aterrorizando,
y una de las reacciones al terror es el sometimiento. Nadie tiene la obligación
de ser un héroe o arriesgar su vida. Pero hay un hecho palmario: si la lucha
contra Franco hubiese contado con todas las personas que ahora se apuntan,
Franco no habría muerto en su cama. Había mucha soledad. Y bastante gente
luchadora, que se dejó la piel, se tragó la bilis que podía producir tanto
acostado fascista y levantado demócrata.
La dictadura de Franco fue
eficacísima. Cuando se agotó el ciclo biológico de su máximo líder su aparato
político y económico transmutó a la democracia, en lo esencial, intacto:
monarquía incuestionable, oligarcas amamantados por el Régimen, políticos de
brazo en alto, jueces, policía política (“los sociales”), ejército. Todo el
lote. A nadie le “tocaron” un pelo, nadie sintió la más mínima incomodidad.
Tapar toda la miseria represiva, todo el dolor callado de la etapa fascista con
el velo de la injusticia perpetua se convertía en la base de la democracia en
el estado español.
La prueba de ese dolor callado,
no reconocido durante muchísimos años, es que en Gran Canaria se inauguró el
jueves 28 de junio, con excesiva diurnidad (fue a las 10.30 de la mañana, hora
imposible para muchas personas por motivos laborales), un monumento de homenaje
a 10 antifascistas arrojados, en octubre del 36, en sacos al mar por un
acantilado conocido como la Marfea. Más allá de la tardanza en el
reconocimiento, abres el periódico y lees al alcalde Augusto Hidalgo dando la
vara con el mismo mensaje de siempre: “la reconciliación no debe impedir mirar
hacia atrás” o algo muy similar. Desde luego, no es Susana Díaz, que vacila al
personal buscando “una memoria histórica que no mire al pasado”, pero irrita
que para homenajear a unos asesinados impunemente por el fascismo sublevado, en
unas islas que el golpe controló desde el primer momento y situadas a más del
mil kilómetros y un océano de cualquier frente peninsular, haya que acudir,
aunque sea de soslayo, usando el término reconciliación, a la dañina teoría de
los bandos, que iguala, de cara a buena parte de la población, fascismo y
antifascismo.
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