La apropiación del espacio
público.
Es uno de los sonsonetes más
recurrentes de los españoles unionistas. Hago esta precisión porque, aunque
poco relevantes y mediáticamente ninguneados, existen los españoles que
defienden el derecho de un pueblo determinado (canario, vasco, catalán,
gallego, etc) a decidir si quiere constituir un estado propio o no. Y, la verdad,
sigue sin ocurrírseme un modo mejor para decidir sobre este asunto que con la
consulta, previo y exhaustivo debate, a ese pueblo. Sé que pocas independencias
estatales se han logrado de modo tan civilizado. El camino más habitual es la
fuerza, la violencia. Se lo leí en alguna ocasión al historiador Josep Fontana.
Decía algo así: las independencias se logran mediante guerras de liberación o
insurrecciones armadas. Tiene toda la razón. Sudamérica, Cuba, Argelia, Estados
Unidos y otros muchos territorios no pasaron por urna alguna para constituir
sus estados nacionales. O sea, sangre y más sangre. La que se encontró el
elegido al que Silvio Rodríguez hizo bajar a “la guerra, perdón, quise decir a
La Tierra”. Esto que escribo no es opinión. Es historia o, para ser más
correctos, sucinta descripción.
¿Cuándo los criollos de
América del Sur, liderados por Simón Bolívar o San Martín, iniciaron su
rebelión armada contra la corona española eran el 50,01% de la población de
esos territorios? Nunca sabremos la respuesta a tan extemporánea pregunta. Pero
me atrevería a decir que, partiendo de la base de que las grandes mayorías
iletradas de inicios del XIX pensarían, circunstancia que en cierta medida aún sucede,
con la cabeza del amo o de su intelectual, el cura (ya sé que hubo curas
independentistas como el mejicano Morelos), lo más probable es que más de la
mitad de la población de esos territorios fueran fieles al rey, al “virgencita
que me que como estoy” del orden establecido, pues quizás cuando tienes poco, y
la vida te apalea, la mayoría piensa más en conservar ese mínimo que en luchar
por mejoras que suponen inciertas.
Saben un hecho que
intentaron, lográndolo o no, todas estás sublevaciones o rebeliones más o menos
encarnizadas que en el mundo han sido (seré honesto con quién me lee: tras mis
derivas mentales de alguna manera tengo que enlazar con la frase inicial, esa
que debería ser el hilo conductor del texto), efectivamente, apropiarse u
ocupar o dominar el espacio público. El espacio público, las calles y las
plazas, es el territorio esencial de la disputa, de la confrontación política,
sea esta violenta o pacífica.
El 15M, ocupando durante
muchos días con no más de 15 ó 20.000 personas (contingente bastante pequeño en
una ciudad de 4 millones de habitantes) un lugar emblemático como la Puerta del
Sol de Madrid, sería un buen ejemplo de movimiento pacífico que con su simple
visualización en forma de múltiples tiendas de campaña y gente debatiendo en
una plaza, tuvo una fuerza grande y, por
su propio cariz carente de directrices claras, una efervescencia corta. Y hubo
diferentes réplicas, convirtiéndose muchas plazas del país en espontáneas
ágoras. Y algunos analistas, más sabios o perspicaces, dicen que esas plazas
parieron a Podemos. Y Podemos, indirectamente, parió a Ciudadanos (“el Podemos
de derechas”) como opción de gobierno preparada, si el régimen peligraba mucho,
por unos poderes fácticos, con razón o no, algo preocupados por unos morados
que, disculpen a este radical, percibo bastante timoratos.
Sí, ocupar el espacio
público, es un deber de de la acción política. Y la acción política es,
engañifas aparte, desafío y disputa. Y, aún negando mi propia existencia, sé
que la acción política que se queda en casa, aunque “ardan” las redes sociales,
no es nada.
Ahora se han inventado, para
acallar la protesta de buena parte de la sociedad catalana (nunca protesta una
sociedad en pleno, salvo en la sociedad ciudadana-pepera de los buenos
españoles), esa imbecilidad llamada “neutralidad del espacio público” como
antídoto a la apropiación u ocupación de ese territorio que debería ser arcadia
feliz destinada a juegos florales.
La última polémica sobre
este tema son las cruces amarillas. Parte del independentismo, con un sector en
contra, ha escogido, entre otras iniciativas, como método de lucha pro liberación
de los presos políticos hacer “plantadas” de cruces amarillas en espacios
públicos como playas o plazas.
Como he dicho es una medida
polémica dentro del propio espacio independentista pues la cruz como símbolo no
complace a mucha gente porque tiene una connotación marcadamente religiosa e incluso
funeraria (sus defensores alegan que precisamente quieren simbolizar eso: la
muerte de la democracia). En cualquier caso es un reflejo de que el movimiento
independentista es interclasista y en el conviven sensibilidades diferentes con
iniciativas diversas.
Las cruces han saltado con
fuerza a la palestra por lo ocurrido el domingo 22 de julio cuando una persona
con un coche entró en la plaza de Vic y, con una conducción temeraria, arrambló
con muchas de las cruces allí ubicadas.
La culpa del acto vandálico,
tras una protocolaria condena con “la boca chica” por parte del PPSOEC,s y toda
la aplastante fanfarria mediática unionista, era de lo expresado en la primera
línea de este texto: la apropiación del espacio público por el independentismo.
Y se miente y se desvirtúa con descaro. El acto contaba con permiso del
ayuntamiento y un límite temporal (sábado y domingo). O sea, no había ocupación
indefinida. Por contra, hay un espacio público ocupado desde hace 60 años por
una gigantesca cruz fascista que nadie osa tocar y que estoy convencido que en
muy poco incomoda a muchos de los que no soportan las cruces amarillas.
El unionismo (brazo judicial
español mediante, pues en cuatro jurisdicciones de Europa los exiliados están
libres) encarcela a los políticos independentistas que quisieron llevar a cabo su
programa electoral, que ganó las elecciones, y apalea el 1 de octubre, vía
policial, a gente que quería votar pacíficamente. Aún así, después de demostrar
su enorme poder fáctico, el unionismo le quiere negar al independentismo,
criminalizándolo y tildándolo de autoritario, la posibilidad de protestar por
diferentes medios, que hasta ahora han sido siempre no violentos, acogiéndose a
la falacia de una inexistente pulcritud de los espacios públicos.
Acabado el texto, y perteneciendo al sector laico, voy a protestar poniendo lacitos amarillos en el salón.
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