Comienza el mundial. No hace falta añadir más. Junto a los Juegos Olímpicos es
el acontecimiento deportivo supremo del planeta, pues ningún otro deporte se le
acerca en popularidad. Quizás esto sucede porque carece, casi en absoluto, de
requisitos previos.
En
el lugar más paupérrimo del planeta con un terreno baldío, un par de piedras
que señalen los límites de las porterías y una humilde pelota colectiva, en sus
tiempos hasta de trapo, un grupo de niños, con apenas 5 ó 6 años, empieza a
jugar sin necesidad de aprender rudimento alguno, ni siquiera les exige, en
principio, buena condición física, (hay un vídeo de Messi donde observamos a
una pulga regateadora que, a base de pura habilidad, se deshace de los niños gigantes
que le rodean), sin aro donde encestar tras llevar un balón especial picándolo
y tener que medir dos metros, sin agua donde zambullirse, sin redes o raquetas
de variado formato. En resumen, es el deporte, salvo el atletismo puro, que al
menos en su origen, en el germen de la niñez, necesita menos infraestructura.
Por supuesto, estoy dejando al margen el salto al hoy desorbitado ámbito
profesional.
Ya
me atrae poco el Mundial. El fútbol para mí, en sentido positivo o negativo, es
toma de partido, incluso cuando ves a dos equipos por los que no sientes afecto
alguno es raro que a los 5 minutos ya no estés simpatizando, por cualquier
peregrina
razón,
con uno de ellos. Soy capaz de admirar el buen fútbol, pero les confesaré algo,
si lo práctica el Real Madrid, ese equipo al que amaba Franco, lo reconoceré,
no seré un alienado absoluto que dirá (¡¡aunque algo de eso hay!!) que el equipo
blanco gana porque le ayudan los
árbitros, pero me fastidiará enormemente. La situación, como ustedes
imaginarán, se torna inversa si el protagonista es el Barça, el enemigo por
excelencia del Madrid. La U. D. Las Palmas es el aire que uno creció respirando,
la radio en las tardes o noches de sábado o domingo, la madre que siempre
preguntaba el resultado.
O
sea, la pasión en su amplio espectro.
Y
claro, a mí el Mundial no me apasiona porque mi selección hace casi 30 años que
no compite por la sencilla razón de que ya no existe. Me refiero a la URSS, a
la extinta Unión Soviética. Porque, nos guste o no, el fútbol, el deporte en
general, es política. Y yo, joven comunista (y viejo comunistizante), ansiaba
el triunfo de la nación que tenía por enseña la bandera roja con la hoz y el
martillo. Aquella bandera fue arriada y, ante la nulidad cubana si en términos
futbolísticos hablamos, quedé huérfano en este terreno.
No
les negaré que pueden haber simpatías ocasionales por factores concretos. Por
ejemplo, en 2010 no me desagradó demasiado, fue tolerable más allá del
repugnante “yo soy español, español” (hagan un ejercicio mental e imagínense a
los catalanes entonando “yo soy catalán, catalán”, ¿supremacismo en vena?) que
ganara la competición la selección española, a pesar de que me repele verlos
jugar bajo la enseña monárquica restaurada por el asesino fascista tras su
golpe de estado contra la 2ª República. Digo que me produjo cierta satisfacción
por la malévola circunstancia de que no pocos españoles, unionistas del sector
rancio (¿me estaré acercando al delito de odio?) se emocionaron, obtuvieron su
hasta ahora única copa del mundo gracias a un equipo cuya base era ese ente
sospechoso de separatismo, ese ejército desarmado de Cataluña (según expresión
de Vázquez Montalbán) que es el F. C. Barcelona.
Ahora
me permito un aviso de más calado: como los hados balompédicos se conjuren y la
roja (que en esencia debería ser la azul) gane el Mundial, empezaré a creer que
Pedro Sánchez, el recién nombrado presidente del cuál casi todos nos hemos
mofado en alguna ocasión, tiene baraka (circunstancia que los moros también atribuían
al jefe terrorista Franco), pues esa conquista no dudo de que sería un golpe de
efecto anímico positivo para su presidencia. Si constituir un gobierno
mediático y con mayoría de mujeres, donde incluso se valora una extraña cuota
gay, le ha reportado al PSOE aparecer en todas las encuestas en un primer lugar
que hace 15 días nadie imaginaba, piensen en lo que puede ser capitalizar el
subidón de otra copa del mundo en la buchaca.
Si
esta circunstancia se produce, será digno de encomio ver como las calles del
estado español NO se llenarán de gente gritando y festejando, pues ya sabemos
que este estado lo habita en su gran mayoría el Homo Constitucionalista,
especie que cuando desarrolla al máximo sus capacidades deriva en el Homo
Ciudadano del Mundo, también conocido como el Homo Falso Internacionalista. En
algún reducto tiene presencia, incluso imperante, el Homo Nacionalista,
individuo belicoso, ultramontano y remiso al viaje que, según las grandes
mentes, lo sacaría de su secular atraso.
Si
los sortilegios de la antiespaña surten efecto y España pierde el Mundial,
siempre le quedará su símbolo supremo: Rafa Nadal. El individuo que representa en
sí mismo la esencia virtuosa de la españolidad: esfuerzo, tesón... y finura en
el análisis político (“la gente radical es mala para la sociedad” es su última
y elaborada perla).
El
sillón me espera. Los Coros del Ejército Rojo, imperecederos, se alejan con el paso
de los años. Percibo los acordes de un tango. Lo que me faltaba, que me atrape
el llorón de Gardel.
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