jueves, 26 de junio de 2014

La invasión de un campo de fútbol: demonios y espíritus

Quiero, después de darle muchas vueltas, a la luz de la invasión del estadio de Gran Canaria faltando un minuto para finalizar el partido por el ascenso a Primera División entre Las Palmas y el Córdoba, que ha hecho correr ríos de tinta y ha presentado una faz desagradable, aunque no creo que exclusiva, de la sociedad canaria, tanto por parte de los invasores del campo, como por sus replicantes desde algunos medios de comunicación y, sobre todo, desde las redes sociales, quiero, decía, hacer alguna consideración, tal vez poco pertinente y bastante deslavazada.
Lo he dicho en otras ocasiones: soy ateo. No creo en ninguno de los muchos dioses verdaderos que pueblan nuestra tierra y, en su tiránica inmortalidad, derraman nuestra sangre. Si algún día los invoco será desde mi fragilidad y mis miedos ancestrales y renovados. Renegando de los dioses, soy un férreo defensor de la dimensión espiritual del ser humano. El alma. Un alma que fenecerá con mi cuerpo y que (vana pero existente ilusión) quizás reviviría en las evocaciones que pudiera producirle a alguien recordar una conversación que tuvo conmigo o tal vez leer un poema o un texto de este blog (soy contumaz en las vanas ilusiones). Nada que no permanezca en otros quedará de mí. Siempre que un chico o una chica (cada vez menos sospecho, y me entristezco) sienten que han encontrado el amor de su vida y leen con devoción  los "Veinte poemas de amor y una canción desesperada", vive el alma de Pablo Neruda en ellos. Un alma que no está en cielo alguno a la diestra de nadie, sino que anida en cada lector que se emociona. Un alma, la de Pablo Neruda, carente de dioses, pero inmortal. Para mí, el hecho de que no sobreviva al cuerpo, le otorga una relevancia especial. Siendo un poco cínico podría pensar: barra libre al perecedero don cuerpo, que tú, alma mía, tienes toda la eternidad por delante. Pero no, tienes el mismo tiempo que yo. Y apenas puedo aspirar a sembrar pequeños trocitos de ti en otros.
Del asalto, digno de mejor causa, al estadio de Gran Canaria, a las nieblas del alma. Lo sé, soy muy difuso a veces, pero estoy convencido de que hay pocos compartimentos estancos, que las causalidades y sus efectos son diversos y enrevesados. Prosigo.
Desde hace 22 años trabajo en un IES de la localidad grancanaria de Jinámar. Éste, ya lo he reflejado en algún escrito anterior, es un barrio con graves problemas sociales: pobreza, elevada tasa de paro, familias desestructuradas, drogas, etc. Cuando vi, sumamente enfadado, la invasión del campo, lo pensé: ahí hay muchachos de Jinámar. Y no me equivoqué. Ya en el periódico local La Provincia salió un chico de esa localidad acompañado de su madre, lacrimógenos ambos por supuesto, pidiendo perdón. Aprovecho para decir que es repugnante la cacería a la que se está sometiendo a estos jóvenes. Un abogado dijo en televisión que, con lo que se veía en las imágenes a alguno de ellos podría caerles hasta ¡17 años de cárcel! De golpe, en una sociedad llena de injusticias y modelos sociales infames, estos jóvenes son el enemigo principal, el mal absoluto, unos monstruos del averno que han brotado espontáneamente, como las setas en los bosques húmedos durante el otoño. Son un tsunami arrasador que nos espanta y nos coge por sorpresa. Esta misma sociedad, que quiere linchar a estos jóvenes y adolescentes, consiente, sin que se le afile una sola garra, que menos del 1% de la población canaria tenga en su poder el 40% de la riqueza de estas ínsulas. También han alzado la voz algunos lumbreras argumentando que habría que denunciarlos por la cantidad de dinero que dejará de ingresar Gran Canaria debido al fallido ascenso (yo denunciaría también al Córdoba por tener la osadía de marcarnos un gol). En un país donde el fraude fiscal  de los ricos es multimillonario, estos pobres infelices son los empobrecedores de Gran Canaria.
Después de bastantes años hablando con ellos, con los iguales de los demonios que nos robaron el sueño, escrutando sus miradas huidizas en cabezas gachas, sus respuestas monosilábicas, la concepción fatalista que la mayoría tienen  de sus propias existencias, de ver como pareciendo grandes gallos de pelea (llenos de mataduras), son apenas pequeños pollos de corral, he llegado a la conclusión de que están famélicos.
Famélicos de cariño (no lo confundamos con proporcionarles deseos materiales) y principalmente de espiritualidad.
Uno empieza siendo socialista o comunista porque quiere (simplificando mucho), que haya un reparto de riquezas más equilibrado, que cese la explotación del hombre por el hombre, que comida, sanidad, techo y educación para todos sean una realidad. Ese objetivo sigue siendo el primordial. La base de la edificación. Pero también anida en mí, creciente, un convencimiento. La sociedad socialista es una sociedad (o no será) esencialmente espiritual, que busca el pleno desarrollo de los seres humanos en comunión, seres con capacidad para la sana conmoción, para disfrutar las diferentes facetas de la belleza, para reconocer y vivir como propio el legado creativo de tanta humanidad. Una sociedad donde cada persona sienta que su ser tiene la capacidad, desde que empieza a crecer, de condensar, dentro de sus capacidades, saberes y sentires de aire, de piedra, de color o de signos. Y que eso quizás nos hace únicos en el universo.
Alguien que me lea pensará que he perdido el sentido de la realidad. No lo discutiré. Planteo una utopía, una especie de renacimiento mundial no circunscrito a una élite e impensable e irrealizable si no está cuajado de valores. Unos valores reales, no mentirosos, de esos que se enseñan por la mañana, en el mundo virtual y lleno de buena voluntad, en cuanto a objetivos, de los centros de enseñanza, y se destrozan por la tarde en el mundo real que nos muestra la riqueza y el oropel como objetivo número uno del ser humano.

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