lunes, 29 de abril de 2013

El primero de mayo y un jubilado áureo


El primero de mayo es la fecha más emblemática de la clase trabajadora. Año tras año se realizan manifestaciones rituales.  He utilizado con una intención ligeramente aviesa el término ritual. No dudo que necesitamos los ritos pues quizás, aquí me estoy metiendo en camisa sociológica de once varas, son ellos los que nos sueldan como colectivo, los que nos fortifican. Pero también tengo la impresión de que el rito en no pocas ocasiones nos quita imaginación, nos vuelve grises y anodinos, poco creativos. Sé que le primero de mayo no es una fecha para divertir, para buscar novedades epatantes y modernas. Al revés, detesto que se hable de la fiesta del trabajo. Es todo lo contrario a una jornada festiva. Hablamos  del día de la lucha obrera por excelencia, el día que a los patrones, a los oligarcas del mundo, debería hacer mesarse los cabellos (como en una tragedia clásica) o buscar oscuros rincones en los que refugiarse, al menos mientras durara la tormenta obrera. Sin embargo, poco falta para que se invite a los jefazos de la patronal a la cabecera para no desaprovechar la ocasión de seguir negociando un buen pacto social, de arrinconarnos a nosotros mismos arrinconando la lucha de clases. El rito del primero de mayo tenía antaño su máxima expresión en los desfiles de la Plaza Roja de Moscú, con los jerarcas soviéticos viendo desfilar a centenares de miles de trabajadores que para los rojos occidentales encarnaban (de encarnado) el futuro. Esos centenares de miles se dispersaron, arrasados por el vendaval del capitalismo salvaje, en multitud de granos de arena de un año para otro, no sé si buscarían otro rito al que asirse o si encontrarían ese asidero, aunque fuera menor, en un Pizza Hut anunciado por Gorbachov, un anticomunista que llegó -oh paradojas de la burocracia y el seguidismo acrítico- a dirigir el Partido Comunista de la Unión Soviética. Aquí no tienen, Méndez y Toxo, tribuna a la que subirse, para revistar a sus efectivos. Ellos van delante con la pancarta imaginando voluptuosos pactos sociales o un Village People redivivo con patronal y gobierno. Al dúo sindical lo percibo un poco envarado y duro de caderas, pero creo que Rajoy le sacaría gran partido al rol del policía macarra. Lo dicho, aquí no hay tribuna, aquí abunda la resignación, la obligación, el imperativo moral. Y me jode –no encuentro sinónimo sustitutivo con equiparable contundencia- ir a la manifestación por imperativo, con la asunción de la derrota por delante, sabiendo que estamos más puteados que emputados y que la vida siendo corta parece que se empeña en brindarnos una derrota larga, una derrota proporcional a los 88 millones de euros (14.600 millones de pesetas) que el pronto jubilado Alfredo Sáenz, consejero delegado del Banco de Santander, se llevará fruto de su modesto plan de pensiones y de una vida dedicada a crear riqueza (la de él y los de su clase social, que hacen piña) y a sembrar desmemoria (la de nuestra clase disgregada). Vamos a manifestarnos para dar testimonio de nuestra fe en una clase trabajadora desolada, que quizás esté bajo el sol tibio de una playa o soñando con un trabajo improbable que seguramente la retrotraerá a unas condiciones laborales propias del siglo XIX, de los tiempos anteriores a la lucha por las ocho horas, por una vida digna para los trabajadores, que alumbró la llama mortecina que es hoy el primero de mayo.
Hoy, entre mareas de gente parada bordeando la tragedia, trabajar, tener un sueldo para subsistir, según el pensamiento dominante, que como siempre digo es el de la clase dominante, es un privilegio. Si tu trabajo lo realizas para el estado te ganas miradas torvas, sientes que tu privilegio se torna insoportable. El señor Sáenz seguro que en este instante que escribo está tranquilo, con la conciencia límpida, tal vez conversando con Zapatero el indultador o con Mariano el reformador, sin provocar entre la mayoría silenciosa y decisiva el más leve enfado o reproche. Esa mayoría sabe que hay elegidos, que el fuego es propiedad de los dioses, que asaltar los cielos, aunque no creas en el pecado, es castigado como tal, que los trabajadores, como clase, estamos condenada a ser un moderno Sísifo, arrastrando siempre, cuesta arriba, la puñetera piedra. Un dato: el que esto escribe, que gana sobre 26000 euros netos anuales como funcionario de educación, tendría que llevar trabajando desde la época de el faraón Ramsés II (siglo XIII a. c.) para acumular, a día de hoy, la pensión que se embolsará el oligarca Sáenz. A un mileurista le bastaría con laborar desde el Neolítico. Nada. Apenas un parpadeo en el devenir terráqueo.

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