Últimamente nos hemos acostumbrado a oír hablar mucho del delito
de odio. Unos cuantos tuiteros saben que hacer chistes sobre el atentado que le
costó la vida al líder fascista Carrero Blanco puede llevarte ante los
tribunales de justicia. Circunstancia que, aunque no acabes en la cárcel,
supone una llamada de atención que quizás te lleve, en cierta medida, a
autocensurarte, pues sabes que una segunda condena acarrea la entrada en
prisión. Otro clásico de la justicia hispánica reciente es la posibilidad de
acabar en el banquillo por apología del terrorismo, pues la AVT u otra
organización similar siempre están con el radar puesto. Radar que,
curiosamente, funcionaba bastante menos cuando ETA estaba operativa. No es el
objeto de este texto, pero es bueno recordar el inmenso valor que tienen unas
víctimas en España con respecto a otras que yacen en cunetas y cuya mofa o
escarnio, que yo sepa, nunca ha conllevado recibir una de esas citas judiciales que hoy se multiplican en Cataluña.
En estos días que, parafraseando a Silvio, la historia dirá si
tienen absolución posible, la línea roja que separa la libertad de expresión de
un banquillo de los acusados es cada vez más delgada y quebradiza. Cierto es
que esa línea tiende a ser más frágil cuanto más a la izquierda del espectro
político se sitúe la persona que la bordee. En estos días inciertos la fiscalía
actúa como un redivivo Tribunal de la Inquisición que rastrea con lupa
cualquier posible coacción o amenaza en Cataluña (de lo más que han podido
hablar los militantes medios de comunicación antirreferéndum ha sido de
alcaldes socialistas que se han sentido incómodos porque parte de sus vecinos
les han reclamado que cedan espacios municipales para poner urnas) por parte de
quiénes promueven el 1-O. Es bochornoso que una institución siempre avizorante
ante el hipotético delito de odio de los débiles, y presta a encarcelar
preventivamente durante casi un año a tres jóvenes de Altsasu por una riña
saldada con el tobillo roto de un guardia civil, esté ciega ante el cántico más
amenazante, y lleno de inquina, que se ha escuchado en tantos días de
movilizaciones. Me refiero, por supuesto, al ya famoso “a por ellos oé, a por
ellos oé”. En diferentes lugares del estado español una fuerza armada, cual
convoy heroico presto a recuperar una tierra
de infieles, ha salido de sus cuarteles rodeada de decenas o centenares de
personas, llenas de coherencia, que detestan el nacionalismo al grito de “yo
soy español, español, español”. Estos ejemplares (en el doble sentido) no
nacionalistas consideran su patria el culmen y, lo que es peor, una cárcel de
la que no se salva ni el dios aquel que, según Blas de Otero, asesinaron. Pero
bueno, ese graznido es legítimo, y allá ellos si les gusta ejercer el triste
oficio de carceleros de gentes que cometen el delito de querer saber cuantos
quieren formar parte de la monarquía española y cuantos constituir una
república catalana. En cambio, el “a por ellos” que la selectiva fiscalía ignorará,
es, aparte de imbécil, absolutamente ruin. Lo primero lo es porque con dos
dedos de frente, aunque fuera colectiva, debería bastarles para percibir que la
gasolina no es el método más idóneo para apagar el incendio que tienen en el noreste
de lo que consideran su indisoluble territorio. Lo segundo, ruin o malvado, lo
es porque estás deseando que se ejerza sobre un pueblo desarmado, que
desarrolla un proceso político pacífico, la violencia más poderosa que existe:
la del estado. Lo verbalizó magníficamente Manuel Gómez Martín, portavoz del PP
en Gibraleón (Huelva) a través de Facebook: “Llámenme como quieran!! Pero a
estas alturas de conflicto quiero ver a la policía y guardia civil dando
hostias como panes!!!” (quizás no se había enterado de que la guardia civil
investiga a los panaderos como posibles transportistas de urnas). Tristes bromas
aparte, estos son los peperos que a mi me gustan: los que no disimulan (por
supuesto, ya ha sido reconvenido por su propio partido de cara a la galería),
los que nos muestran la raíz y esencia de ese partido. Una esencia que, lo
sabemos, comparten millones de españoles que disfrutarían con un puñetazo estatal en la mesa, una acción
contundente como la que se reclama a través de un vídeo unionista donde se hace
un juego de palabras, menos mal, se agradece un cierto rasgo de inteligencia, entre
el votarem catalán y el Voltarén como crema analgésica tras la tunda policial
española.
Una nota final: ni en los años más duros del terrorismo de ETA,
aquellos en que se decía por parte de los sacroconstitucionalistas que sin la
violencia se podía hablar de todo, entendiendo que no se referían a una amable charla
académica, se enviaron miles de policías y guardias civiles a “tomar” Euskadi.
La razón es simple: el terrorismo de ETA, con su limitada capacidad de acción,
fortalecía al bipartidismo instaurado en el 78. El referéndum, “lo que más me
preocupa en los últimos 40 años” ha dicho con toda razón Felipe González, desde
su pacifismo, podría ser una brecha no sólo para transitar hacia la república
catalana sino, tal vez incluso, sé que estoy ejerciendo el extraño oficio de
optimista, hacia una “república democrática de trabajadores de toda clase”,
basada en la libre unión de sus pueblos en ausencia, por supuesto, de convoyes
de ocupación.
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