sábado, 9 de agosto de 2014

Sensaciones alrededor de un viaje a París y la visita a un muro casi desconocido

Siendo un cobarde, no es extraña mi tendencia al sedentarismo, casi al encuevamiento. Soy animal que necesita el frescor de la madriguera reconocible para sentir una hostilidad tolerable, para lidiar, con un fracaso asumible, los miedos cotidianos.
Al hombre que le gustaría subvertir el orden social, le horroriza la subversión cotidiana, el desencajamiento de su mundito de pequeñoburgués, de sus entornos y sus rutas reconocibles. La alabanza más extrema a esa cotidianeidad fue la de un intelectual, cuyo nombre no recuerdo, que dijo que casi todo lo malo que le había pasado en la vida  había sido por salir de casa (seguro que era hombre de muy acomodada posición).
También pienso, intentando decirme casi toda la verdad, que una cierta tendencia brassensiana a querer tener mi propia fe (soy comunista, pero, por si alguien quiere hacer asociaciones inapropiadas, poco dado al gregarismo) me ha llevado a desarrollar una cierta prevención ante uno de los mayores fenómenos de masas, al menos en los países capitalistas desarrollados, desde los años 50 del siglo XX: el turismo. Así, durante años casi no me he movido de la ínsula que habito, que en realidad es un trasunto, con paradoja, de la denominación que le doy a este blog: un callejón... turístico, que paga la mayor parte del salario de los canarios. Salvador Allende decía que el cobre, al menos en aquel momento histórico (por eso le organizaron grandes huelgas desestabilizadoras, como lo hizo PDVSA en Venezuela, pero eso es otra historia), era el salario de Chile.
Durante casi una semana del pasado mes de julio me convertí en ese elemento, reconocible a la legua, que ha formado parte de mi paisaje desde la niñez.
Mapa en ristre (Woody Allen, tramposillo, en tus maravillosas imágenes, si la memoria no me juega una mala pasada, no estábamos los marabunteros), puesto por mi hijo entre la espada y la pared de mi coherencia, me dispuse a visitar ese conglomerado de tópicos hecho ciudad que se llama París. Una ciudad convertida en un mito descomunal: el amor, al que según Rick, mientras Sam la toca, siempre le quedará París; la luz, que empezó a alumbrar, intentando deshacer los nudos eclesiales, desde el siglo XVIII; revoluciones y barricadas que son el banderín de salida de la contemporaneidad; artistas bohemios tosiendo el fracaso en sus buhardillas húmedas; el derecho de asilo; la guillotina justiciera descabezando, Borbón incluido, un estamento, una casta parasitaria; César Vallejo y su aguacero mortuorio mientras apuraba el cáliz; mujeres de porte lánguido e incitante palidez, a medio camino, metáfora geográfica, entre el arquetipo hispano y (perdona el plagio, Manolo, amigo) la  sólida arquitectura germánica.
¿Decepcionan los mitos? Inevitablemente. Un ejemplo quizás mal traído. Si nos fuera otorgada la posibilidad de compartir la cotidianidad del escritor cuya huella besamos, probablemente nos apresuraríamos a pasar la mopa y quemar sus textos. Y no reniego de mi breve estancia parisina. Al contrario, seguro que habría sido placentero volver a hollar sus calles, a reconocer ciertos lugares, nada grandiosos por cierto, que ya han quedado en mi imaginario (es curioso, pero incluso me parece que creamos cotidianidades con cierta rapidez). Pero afirmo que el París real, para el habitante que soy de una urbe de 400.000 personas con distancias humanas, una ciudad vastísima, ya sustituye al puzzle de películas, libros y clichés que mi mente atesoraba, tanto en el aspecto físico o material como en el espiritual o intelectual.
Notre Dame y la Torre Eiffel son dos arquetipos de sus épocas. En la Edad Media, bajo la égida ideológica de la cruz, Europa Occidental busca en las catedrales góticas atmósferas tocadas por la irrealidad y altísimas vías hacia Dios. La construcción de la Torre Eiffel representa el orgullo férreo de una clase social que, henchida de soberbia, en esos momentos (y en ello sigue) está asaltando el mundo. Cuando subí a ambas,  a priori  me emocionaba más Notre-Dame, sentí la amargura de ser casi una fiera que transitaba, sin metáfora alguna, por una jaula que afeaba las vistas de la urbe y, lo más lamentable, tras esas rejas antisuicidas la sensación de esponjarte, de salir de tus míseros límites, que a veces te inunda en las cumbres abiertas quedaba cercenada de raíz.
Montmartre es agradable callejearlo, pero tiene en su cúspide, haciendo abstracción de la apabullante, casi monstruosa basílica del Sagrado Corazón, un aire de gran teatro, casi vodevilesco, donde ni siquiera faltaba el pintor disfrazado de bohemio con su pantalón repleto de manchas de pintura. Ya nos prevenía del fin de ese mundo Charles Aznavour en La Bohemia, su tema de los años 60. Aunque esta visión era respondida de manera muy inteligente por Woody Allen en su película parisina, mostrándonos en una entrañable paradoja, que la nostalgia, esa sensación, muy intelectualoide, de que nos birlaron un tiempo pasado que siempre fue mejor, es propia de cada generación. Esa percepción que tienes de haber nacido muy tarde hasta que la sustituye, cuando la locomotora se desboca, la de haberlo hecho muy pronto.
Desde 1789, con la revolución que marca el inicio de la contemporaneidad, París está asociada a la protesta, a la rebelión intelectual (aunque el último fuego rebelde que la alumbró fue precisamente la gran pira automovilística que incendió su periferia en 2005), ha sido considerada la ciudad matriz en la lucha por un mundo mejor. Y así, no me sustraje a visitar el cementerio de Pere Lachaise con un sólo objetivo: acercarme al muro donde fueron fusilados los últimos 147 resistentes de la Comuna de París, ese breve intento de democracia obrera que aconteció entre marzo y mayo de 1871. Un intento que nos deja una enseñanza muy importante. Las oligarquías saben cuál es su objetivo prioritario. La Comuna surge cuando, cercada la capital por las tropas prusianas y capturados miles de soldados franceses, la Guardia Nacional desobedece la orden gubernamental de rendirse y el pueblo de París constituye una Comuna que toma medidas (de muestra unos botones) tan actuales como que el sueldo de un cargo público sea similar al de un obrero cualificado, constitución de un estado laico, preservando el derecho al culto de los católicos siempre que dejaran utilizar las iglesias para asambleas del pueblo, dándole sentido al término griego eclessia que significa asamblea. Implantó una enseñanza laica, universal y obligatoria. Constituida la Comuna, que incluso convoco elecciones, el gobierno burgués se refugió en Versalles. ¿Qué hizo Prusia? Temerosa del contagio, y consciente de quién era el enemigo principal, liberó a los soldados franceses prisioneros para dotar al gobierno burgués de un instrumento que le permitiera acabar con el peligroso experimento, hecho que consiguieron en la semana del 21 al 28 de mayo. Después vinieron miles de fusilados y deportados a las colonias. Hoy los recuerda una lápida perenne y unas flores perecederas. Cuando yo lo visité en varios ornamentos florales estaba el nombre de una mujer y las siglas de la CGT (sindicato comunista). No pude evitar preguntarme quién sería esa mujer, cuyo nombre, poco avezado o curioso no apunté: ¿una luchadora de la comuna especialmente significada o, siguiendo el camino cuesta arriba de la historia, una luchadora del presente que ya está en el cielo comunero? Este muro es conocido también como el "Muro de los Federados", pues aspiraban a que surgieran otras comunas por todo el país (hubieron intentos rápidamente liquidados), que se unieran libremente. En esa zona del cementerio abundan las tumbas de militantes de izquierdas y los monumentos a los fallecidos en la lucha contra el nazifascismo, sea en los campos de batalla o en los de exterminio. Llamó mi atención y me emocionó, por inesperada, una pequeña composición escultórica, desconozco si existe alguna similar en el estado español, que recuerda a los 35.000 españoles que después de salir con vida de la derrota ante el fascismo en España, murieron en el combate victorioso contra el fascismo en Europa.





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