viernes, 10 de octubre de 2014

Truhanes en muestra trinchera

Sé que dentro del campo de las fuerzas conservadoras hay gente honesta o al menos coherente con su forma de pensar. Estás personas defienden un sistema, el capitalista, que plantea que un ser humano tiene derecho a acumular tanto capital como sea capaz. Donde yo veo explotación del trabajador, ellos ven avezados empresarios creadores de riqueza. Conciben la vida como una especie de carrera darwinista en la que llegan a la cúspide los más fuertes y el resto queda destinado a desempeñar menesteres de menor importancia. Si el citado menester es el de cirujano, juez, o algún otro oficio que requiera elevada cualificación (aunque quizás debería empezar a hablar en pasado), sabemos que estos senderos los pueden llevar a vivir con cierta comodidad pero nunca conducen al olimpo de la riqueza. Por supuesto, quién queda en escalafones más bajos sabe que su vida no podrá estar presidida por grandes dispendios, si acaso por importantes estrecheces que a veces llevan a carecer de lo elementalPero el elemento conservador (aquí englobo a gente que probablemente se autotitularía de izquierdas), aunque sea un asalariado modestopensará que todo el mundo tiene derecho a luchar por amasar una fortuna. Yo creo, lo he escrito ya en alguna otra ocasión, que la riqueza y la pobreza deberían tener sendos límites. Pero no es de estos límites de los que quiero hablar aquí, ni de que me parezca una vergüenza que según un estudio del banco suizo Julius Bäl los diez europeos más ricos acumulen 232.000 millones de euros o que la mitad más pobre del viejo continente tiene que conformarse con un mísero 10% de su riqueza. Tampoco voy a hablar aquí de que el 1% más pudiente de la población española maneja el 20% de su economía, ni de que la hija de Amancio Ortega tiene, vía herencia, una fortuna de 5.200 millones (¿es ético heredar tanto dinero?), ni de que desde 2007 las familias de la marca España se han empobrecido un 28% (1,4 billones de euros en términos absolutos). Insisto, no lo digo yo, lo dice un banco de la nada sospechosa Suiza.
Esas personas que defienden las desigualdades aquí descritas (lamentablemente muchas, incluso dentro de la clase trabajadora), son honestas, desde mi modesto y quizás peculiar parecer, por una razón de extrema simpleza: no me engañan, no me decepcionan pues son coherentes con su pensamiento. Ni siquiera me planteo la ética de sus posiciones. Sí, soy un pelma con la ética, la mezclo con la estricta lucha de clases. Para ellos no es nada personal, es sólo cuestión de intereses, de pasta. Pero con los míos (perdona Excalibur, tú podrías alegar que han sido muy "humanos" contigo) soy bastante perro. Los quiero limpitos como una patena. Y si se ensucian habría que correrlos a hostias. No, yo no busco trabajadores con conciencia, luchadores sociales mitad monjes y mitad soldados. Creo que uno de los principales derechos del ser humano es poder disfrutar razonablemente de su estancia en este planeta. Parafraseando a Torrente Ballester, hincarle el diente a los gozos e iluminar un poquito las sombras.
Blesa, Rato y toda la carcundia bipartita que ha abusado de las tarjetas negras, esos sobresueldos ilimitados que otorgó a 86 consejeros Caja Madrid, teniendo ya algunos de ellos sueldos millonarios, no me irritan. Son el enemigo. Tienen la altivez de los poderosos, de los que circulan siempre por los salones de paso mullido y son capaces de gastarse sin pestañear 11.000 euros en vino tomándose al pie de la letra el ¡viva el vino! rajoyano.
A mí me revientan, me hacen daño, los truhanes de la que percibo, aunque sea con importantes discrepancias, mi trinchera histórica. Los considero enemigos mucho más peligrosos, más debilitantes que los oligarcas, pues destruyen, minan desde dentro ante una sociedad más impulsiva que reflexiva, un campo ya muy bombardeado por la férrea y conveniente ideología dominante del "todos son iguales".
Dirigentes de IU, de UGT, de CCOO, unidos en el despendole final tarjetero con los enemigos del pueblo, son una herida en el costado de una izquierda que sólo tiene sentido si no pierde el irrenunciable norte ético, ese que nos dice que cada ser humano debe poder vivir y disfrutar con el fruto de un trabajo digno.

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