domingo, 19 de octubre de 2014

Podemos: entre el cielo de la esperanza y el infierno del fascismo

Sin duda, en el estado español, el año 2014 tiene un nombre propio singular, Pablo Iglesias, y otro colectivo, Podemos.
Hace un año casi nadie podía esperar la irrupción de una fuerza política que, a mediados de octubre de 2014, con algo más de medio año de vida, tiene, según las encuestas, una expectativa de voto cercana al 20% y que probablemente todavía no ha alcanzado su techo. Han tenido un gran éxito en su política comunicativa, sabiendo aprovechar los resquicios que les dejaron los grandes medios, que vieron que Pablo Iglesias propiciaba un repunte de sus audiencias al saber conectar con amplias capas de población descontenta y desnortada. Gente en la que se mezcla el hastío del bipartito "atado y bien atado" con el enfado por la sensación de que esta crisis (frase que ha hecho fortuna), es una estafa mediante la que se ha producido un trasvase de riqueza de los más desfavorecidos hacia las élites económicas, con la connivencia de una "casta" u oligarquía política que, entre otras tropelías, en agosto de 2011, gobernando el PSOE y con el apoyo del PP, ubico, vía reforma constitucional, a la deuda en el vértice de las prioridades presupuestarias. Esa masa huérfana ha encontrado en el discurso de Pablo Iglesias lo más esencial: un atisbo de esperanza. La esperanza de lo novedoso. Un inesperado amor de edad tardía cuando ya nada se espera de la vida democrática.
Mi estado, desde el arranque europeo de Podemos, es la prudente expectativa, que incluso quizás nunca se lleve a efecto, pues dudo que puedan conseguir apoyo suficiente para gobernar. Pero puedo remitirme como ejemplo a todos los ilusionados (o ilusos) con Zapatero. Su acción de gobierno fue mostrando una política errática y un inexistente arrojo para afrontar la crisis desde parámetros diferentes a los marcados por la Unión Europea o, para ser más precisos, EEUU y Alemania. Si alguien me dice que no se podía hacer otra cosa, le diré entonces que seamos consecuentes y ahorremos gasto electoral creando en las universidades los grados de "apolíticos gestores de la política".
Cuando una fuerza irrumpe con tanto brío en la vida política de un país es inevitable que se convierta en una fuente, casi una hemorragia, de opiniones. Este umbrío callejón, ubicado en la periferia de la periferia de la polis, es una pequeña muestra de ello, pues ya he dedicado algunos textos a Iglesias y al terremoto que ha removido las dos grandes placas tectónicas de la política hispana. Los análisis sobre Podemos cubren todo el espectro ideológico. El centro-derecha ha utilizado un término que se sostiene, siempre acechante, en lo malvado y lo meloso: populismo. Los "podemitas" (expresión graciosa que al oírla me hizo pensar en civilizaciones perdidas fuera de la galaxia) serían hijos de los dioses menores latinoamericanos que han osado desafiar, con mayor o menor osadía, al gran dios único del norte, e infieles, incluso aproximarse a ese dios de los infieles llamado Fidel. No obstante, es justo reconocer que el nuevo apóstol del PSOE, mientras atiza a Podemos, "radicaliza" su discurso de cara a la galería, proponiendo, por ejemplo, la refundación de la democracia. Es una estrategia ya usada en otras ocasiones por el PSOE. El problema es que ahora, a pesar de tu apostura Pedro, tienes un competidor en el escenario que embelesa a parte de "tu" público.
Izquierda Unida sabe que hay cercanía programática. Pablo Iglesias y Monedero han habitado en sus filas. Incluso Pablo (perdonen el momento rosa y tómenlo con humor) podría intentar un acercamiento a la coalición sin salir de casa. Pero IU está desconcertada. Años de trabajo (Moralsantines, que son un obús enfilado a la línea de flotación, aparte) y llegan estos tipos con programa similar al suyo, hablando de ciudadanía y asambleas, y mediante una osada estrategia comunicacional, que gira alrededor de denunciar la "castocracia", les adelantan como un bólido, usando el argot ciclístico, con un demarraje seco. IU ha respondido mandado a su estrella emergente, Alberto Garzón, a intentar coger la rueda del escalador Iglesias y ver si colaborando coronan (o mejor "descoronan", sería uno de los objetivos) la escarpada cima.
Insisto, todo el espectro ideológico opina y hace uso de gran variedad de calificativos más o menos esperables. Pero hay uno que me ha llamado poderosamente la atención y está en el embrión, en el impulso de este texto: fascista. No me sorprende el uso del concepto en sí. Creo que se ha convertido por abuso, en no pocas ocasiones, en un mero desprestigiador de las posiciones adversarias. Lo que más me ha chirriado es que se ha utilizado desde alguna posición de la izquierda transformadora. La base para sostener esa acusación (llamar fascista siempre es una acusación debido a lo deleznable de esa ideología), es la negativa de Podemos a entrar en la dicotomía izquierda-derecha, optando por la alternativa los de arriba-los de abajo o el pueblo contra la casta. Se alega que Falange Española, o el fascismo en general, también rechaza esa dualidad. Comprendo que desde sectores de la izquierda radical (de atacar la raíz) se critique lo que puede  parecer una actitud excesivamente posibilista y electoralista de Podemos. Lo planteaba al inicio de este artículo, mi actitud es expectante. Esto, desde mi pesimismo, ya es un avance. Porque siendo honesto he de reconocer que hace un año no tenía expectativa política alguna que se saliera del erial bipartidista. Me muevo entre la ilusión cauta de que algo se mueva, en un espacio que parecía condenado a, siguiendo las palabras de Unamuno al ver las cumbres de Gran Canaria, ser una perpetua "tempestad petrificada", y la desconfianza acerca de que, llegado Podemos al poder, todo acabe en un posibilismo a machamartillo que frustre cualquier atisbo de cambio en favor de las clases populares. 
Pero una actitud es la duda o la legítima y crítica desconfianza, y otra el ataque que, usando artillería pesada, la palabra fascista lo es, linda con la deshonestidad intelectual y, porque no decirlo, una especie de fobia de la izquierda (gente que quiere un mundo más igualitario) hacia otras posiciones de la izquierda (gente que también quiere un mundo más igualitario). El malestar porque Podemos, en aras de atraer un espectro social más amplio, obvie el término izquierdas, puede, o quizás debe, ser objeto incluso de un debate ético. Pero esa barrera, la de la propia ética del debate respetuoso, nunca debería saltarse entre fuerzas que se suponen críticas con la regresión en que vivimos. 
Cargando con mis cuitas, no me escabullo. Me parece razonable que el eje, aunque las etiquetas queden borrosas, sea la vieja máxima de Julio Anguita, por la que no pasa el tiempo ni la vigencia, el famosísimo: programa, programa, programa. En un mitin he visto a Susana Díaz proclamarse "roja", en otro a Alfonso Guerra, junto al dirigente asturiano de UGT que está siendo investigado acerca de los 1,4 millones euros que blanqueó en la amnistía fiscal de 2012, con el puño, símbolo de las luchas obreras, alzado. La gestualidad de izquierdas es muy digna y merece ser reivindicada. En mi muñeca derecha llevo un cordoncito con los colores de la tricolor republicana, que es parte de mi identidad política. Pero sé que lo que haría de mí un efectivo rojo republicano si fuera un político, no sería el mitín al estilo Guerra donde me deslenguo para agitar al personal (y no rechazo las demostraciones de fervor colectivo si son honestas y no van en sentido opuesto al día a día), sino el programa político y, lo más importante y definitivo, su puesta en práctica.

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