Hace unos meses, quizás un año, el primer ministro de Italia Silvio Berlusconi (sobre el que pienso que gran parte de los italianos, incluidos muchos trabajadores, hicieron la siguiente reflexión: es el más rico del país, por lo tanto es el más listo, conclusión: que gobierne) en un debate parlamentario, cuando la oposición italiana le pedía que se fuera a su casa, con aire de gondolero simpático respondió, desde mi punto de vista magistralmente, lo siguiente: "¿A cuál de mis 20 casas me voy?"
Si yo llego a estar presente en esa sesión del parlamento italiano le aplaudo a rabiar (liarme a trompadas es otra opción más golosa aún, pero ante la "importancia" del individuo harto improbable). Las personas descaradas, prepotentes, siempre me han generado, en el terreno cotidiano, un doble sentimiento: fascinación (¿¡cómo se puede ser así¡?) y desprecio. Pero aquí Berlusconi no es un ser de carne y hueso, un individuo fascinante o despreciable. Este hombre es el símbolo de un sistema: el capitalista, que se basa en la acumulación irracional de propiedades (¿cuántas de sus casas apenas las habrá visitado?) por parte de una minoría, mientras ahora mismo la ONU está dilucidando como montar un puente aéreo para la crisis de hambre que asola Somalia
¿Cuántas vidas o trasplantes capilares necesita Berlusconi para dilapidar su fortuna? Cómo puede ser que su tatataranieto, que nacerá dentro de una pila de años, ya sea rico y en cambio mucha gente en el mundo se conformaría con tener como techo las casetas que tienen los perros de algunas de sus 20 cas..., perdón, mansiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario