viernes, 17 de diciembre de 2021

De tornados y capataces

Al igual que sabemos que el Caribe, de junio a noviembre, es zona de huracanes, todos los años nos llegan noticias de tornados que arrasan áreas del centro de EEUU. Repitiéndose anualmente, en ninguno de los casos son un fenómeno novedoso, como sí sucede, por ejemplo, con un terremoto no provocado por la acción volcánica. Cierto que los tornados se forman con mucha mayor rapidez que la gestación, y posterior desplazamiento, de un huracán en el Océano Atlántico. Pero insisto, es algo propio, habitual de cada uno de esos territorios.

Pocas cosas retratan tan bien el desarrollo económico y sobretodo humano de un país, y el grado en que su acción política se preocupa por el cuidado de sus habitantes como esa devastación que llamamos catástrofes naturales. Hechos que casi siempre son tratados informativamente como si solo fueran eso: avatares de la naturaleza ante los que poco se puede hacer. No obstante, el huracán que deja centenares de muertos o miles en zonas del Caribe, o el propio EEUU (recuerden la devastación de Nueva Orleans por el Katrina, que dejo en 2005 oficialmente 1.836 muertos en la principal potencia del planeta), en Cuba generalmente no causa víctimas o lo hace en una mínima proporción. Pero no siempre fue así. En 1963, con la revolución dando sus primeros pasos y acosada no solo económicamente (Invasión de Playa Girón en 1961 y Crisis de los Misiles en 1962), el Huracán Flora produjo en la isla lo que ahora sería una hecatombe: casi 2.000 fallecidos. Esa minimización en Cuba de las muertes, por su catástrofe natural más habitual, debido a planes estatales que establecen  métodos de evacuación y donde debe refugiarse cada familia cuando lo necesite, representa ese desarrollo humano, ese sistema que se preocupa por el bienestar de sus habitantes. 

Me traslado ahora al mundo volcánico que, desde el 19 de septiembre, es primera página en Canarias. En la erupción palmera, parece que ya en sus estertores finales, ha fallecido una persona que entró, con permiso de las autoridades, como tantas otras, a retirar cenizas. Desde el primer momento la labor esencial ha sido evitar pérdidas humanas y el desamparo de las personas, ya que el desastre material era incontenible. Un dato comparativo: el 4 de diciembre erupcionó en la isla de Java, en Indonesia, el volcán Semeru, uno de los más activos de ese país. Datos del 10 de diciembre establecen en 45 el número de fallecidos. Imagino, quizás indebida y osadamente, que en un estado con 273 millones de habitantes (el cuarto país del mundo en población) que en 2004 sufrió un tsunami que mató a un cuarto de millón de personas, vivir en las faldas de un volcán que erupciona a menudo es una espada de Damocles, un tributo, casi inevitable, para los más humildes. También me pregunto si el volcán no dio indicios previos o lo que ocurre es todo lo contrario, da tantas señales continuadas que, no teniendo alternativas, prefieres no pensar demasiado en ello aunque el hipotético precio a pagar sea la vida.

Por cierto, quien me haya leído en otras ocasiones ya conoce mi tendencia a una cierta dispersión. Arranco por un camino pero me surge algún senderillo por el que incursiono antes de volver al rumbo inicial. Ahora me pasa eso a cuenta de un elemento que he observado con la erupción de La Palma: hablar del volcán humanizándolo, en el peor sentido, al tildarlo de demonio o bestia enfurecida, despiadada. Lo que fue gozo y fiesta hace 50 años con el Teneguía se convierte en odio con el volcán, aún sin nombre, surgido en Cumbre Vieja. Aplicamos nuestra medida a lo que es una manifestación de la naturaleza, siempre creando y destruyendo, ajena a calificaciones morales. 

Bueno, después de arrancar en el Caribe y EEUU, pasar por La Palma y llegar a Indonesia, vuelvo a EEUU, la tierra de la libertad, porque de la libertad, ese fetiche que se nos muestra como abalorio para indígenas timados por avezados colonizadores, vamos a hablar.

La idea de este texto surgió de los tornados que asolaron Kentucky y otros estados hace unos días, en concreto el 10 de diciembre. Y en esta catástrofe destaca con luz propia, sé que es un humor un poco negro (no se me enfaden los políticamente correctos), la fabrica de velas aromáticas de Mayfield. 

“Si os marcháis, es más que probable que seáis despedidos” fue lo que dijo a los trabajadores uno de los supervisores, según el testimonio, corroborado por tres compañeros, de McKayla Emery, rescatada tras pasar 6 horas bajo los escombros. La fábrica trabajaba con turnos continuados, sin parar las máquinas, por la enorme demanda de velas en estas fechas.

La primera alarma había sonado a las 5.30, tras ella algunos trabajadores, menos de 15, a pesar de las amenazas, priorizaron su seguridad y se marcharon, ejerciendo, con buen criterio, su libertad de poder quedarse sin empleo. Cuando sonó, 4 horas después, otra vez la sirena, había en la fábrica 110 empleados. El resultado, hasta hace dos días (no tengo datos posteriores), pues había desaparecidos, era de 8 muertos y múltiples heridos. 

El problema más grave, siéndolo mucho, desde mi óptica, no es que se amenazara a los trabajadores si abandonaban ese posible matadero que era su puesto de trabajo. La esencia es que en un país cuyo fundamento no sea poner en la cúspide la libertad del beneficio, la sacrosanta producción de velas que nos permita felicitarnos la navidad y el nuevo año con más calidez, sino el cuidado de sus habitantes, había que evacuar, buscar refugio con toda premura. Y eso debía estar estudiado, pactado entre empresa y trabajadores o legislado (¿lo estará?) por el estado de Kentucky o por leyes federales. En ningún caso debe quedar al albur, a la falsa libertad de jugar a la lotería con su vida de cada trabajador, arriesgando su empleo. O de un supervisor, esa manera suave, propia de la edulcoración verbal de estos tiempos, de nombrar lo que toda la vida ha sido un capataz.


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