jueves, 6 de agosto de 2020

A 75 años de Hiroshima y Nagasaki, el mayor atentado terrorista de la historia, obra de los Estados Unidos de América (EEUU o USA)

En realidad, la esencia del texto, imagino que breve, que me propongo escribir, está en su encabezado, que por un lado hace un guiño al kilométrico título original del “Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa, (…) fue proclamado héroe de la patria, besado por reinas de la belleza (…) y olvidado para siempre” de Don Gabriel y, por otra parte, pretende hacer una definición ajustada y a menudo obviada de lo acontecido, poniendo además, el foco, no pocas veces disimulado, sobre la mano ejecutora de las infames masacres.

Imagino que los puristas del concepto terrorismo estarán en desacuerdo con la tesis que plantea mi título. Me da absolutamente igual. De la hipocresía verbal rampante, que ilumina u oscurece según conveniencia de la clase dominante, hace tiempo que nada espero.

Los hechos son que el 6 y el 9 de agosto de 1945 dos vuelos solitarios y secretos de EEUU lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki, dos núcleos de población civil japonesa, sin siquiera relevancia militar, dos bombas atómicas que generaron hasta finales de 1945 alrededor de 250.000 muertos y centenares de miles de damnificados con heridas que padecerán toda su vida. 

Los bombardeos sobre población civil siempre me han parecido el sistema más cobarde de hacer la guerra. Desde las alturas, como un diosecillo maligno, masacro impunemente. Pero, al menos, cuando ataca una cuadrilla de aviones, siendo inevitable la destrucción, se supone que las alarmas antiaéreas avisan a la población, que quizás disponga de unos minutos, para buscar un lugar bajo tierra, un escondrijo donde intentar sobrevivir, aunque el terror, sí, terror, no se lo quita nadie. 

Los bombardeos sobre Madrid, Barcelona, Guernica, Durango o Alicante que la aviación nazifascista llevó a cabo durante la guerra de resistencia antifascista al golpe de estado de julio del 36 (conocida como Guerra Civil), más allá de la muerte y la destrucción que conllevaban, tenían como objetivo fundamental aterrorizar y, consecuentemente, sembrar la desmoralización haciendo vivir al pueblo en un miedo perpetuo.

Lógicamente, aquella mañana en Hiroshima, a las 8.15, cuando la gente iniciaba sus actividades, no sonaron esas alarmas que, afortunadamente, quienes esto leen y quien lo escribe, solo conocemos por el cine. Como dije más arriba no hubo escuadrilla aproximándose. Se probaba una nueva arma que multiplicaba por mil toda la capacidad destructiva concebida por el ser humano hasta ese momento. Bastó un avioncito y una pequeña tripulación para llevar a cabo el acto más mortífero realizado hasta ahora. Acto que se repitió, con alevosía, tres días después en Nagasaki.

Yo repruebo, me parece inaceptable, cualquier bomba colocada en cualquier lugar que causa muerte y dolor indiscriminado entre la población civil. Me explico: no tengo ninguna cortapisa moral, ni condena, para el atentado que, en plena dictadura del terrorista Franco (ese que nombró al tipo campechano que ha puesto pies en polvorosa llevándose la pasta) quitó la vida el 2 de agosto de 1968 al torturador Melitón Manzanas, jefe de la Brigada Político-Social en Guipúzcoa y colaborador de los nazis. Sé que la violencia, siendo indeseable, existe y, guste o no, es un arma política. Y sé que causa mutilación y muerte entre muchos inocentes (atentados de ETA, trenes de Atocha, la ultraderecha italiana en 1980 en Bolonia, los GAL, etc). Pero sé también que los estados son los entes que tienen mayor capacidad de generar terror. Y las bombas atómicas lanzadas  hace 75 años por EEUU, el estado más poderoso militarmente de la historia, son, con su instantáneo hongo atroz, el máximo exponente del terror. 

También, a veces, ese terror estatal, más modesto, surge en letras muy pequeñas en los medios de comunicación. En una esquinita te cuentan, cuando te lo cuentan, que el ejército colombiano, que no es el malvado y chavista ejército venezolano, en su lucha contra las guerrillas colombianas (tildadas de terroristas o narcoterroristas), asesinó a miles de campesinos a sabiendas de que eran inocentes (asépticamente les llaman falsos positivos) para mostrar “buenos resultados” militares y, de paso, aterrorizar a los campesinos pobres susceptibles de apoyar la lucha guerrillera.

Ahora quiero dedicarme al autor de la masacre de los días 6 y 9 de agosto de 1945. Pero antes les invito a que lean lo que ha escrito hoy en twiter el presidente Pedro Sánchez:

“Hace 75 años se produjo el primer ataque nuclear. Hiroshima sufría la devastación y el horror al explotar allí una bomba atómica. Tres días después ocurriría en Nagasaki. Un terrible episodio que nos muestra el camino: apostemos por la convivencia y la paz. Jamás por el odio.”

No lo puedo evitar, me irritan los equilibristas. No cites al autor Pedro, que es, más que aliado, amo, y se nos enfada. Mientras tanto, por si no están avisados o lo desconocen, ya les digo que uno de los negocios del estado español, apuestas tuiteras del presidente por la convivencia y la paz al margen, es la venta de armas. Entro otros a Arabia Saudi (el jodío campechano siempre asoma el hocico), estado que lleva años martirizando, en una de las muchas guerras olvidadas, a Yemen.

He puesto el tuit de Sánchez porque es el reflejo de los titulares en casi todas las informaciones. Sea en los medios o en las redes. Un poco más y parece que las bombas fueron un desgraciado evento meteorológico. Buscando en las redes datos sobre el número aproximado de fallecidos, fue muy llamativo que de todas los enlaces que me salieron en la primera página del buscador, solo uno de aproximadamente diez tenía en su titular la palabra EEUU.

Una pregunta tontorrona: ¿si el perpetrador de la masacre hubiera sido la Unión Soviética ustedes creen que sucedería lo mismo? Sabemos que no. Aprovecharían cada 6 y 9 de agosto para machacarnos con la maldad intrínseca del comunismo que, desalmado, lanzó una bomba sobre la población civil de un país ya derrotado. 

Sin embargo, el acto terrorista se nos vende, en un ejercicio de política-ficción, como un acto piadoso que ahorró centenares de vidas japonesas… y americanas, claro. La resistencia habría sido palmo a palmo y se habría vertido mucha más sangre, nos dicen los vendedores de esta postura. EEUU podía haber hecho la demostración de fuerza, por ejemplo, a 15 o 20 kms de Tokio, la segunda a 10 kms. Se fue a hacer daño adrede, no se quería ahorrar sufrimiento y pienso que habían dos objetivos principales y uno secundario.

El primero se situaba ya en el escenario posbélico: un mensaje claro y rotundo a la URSS de que ellos, EEUU, salían del conflicto con un arma que les daba clara superioridad en el escenario mundial. Por supuesto, Stalin situó como prioritaria la consecución del arma atómica (el primer ensayo soviético fue en 1949) y comenzó, imparable, la carrera armamentística en el marco de una Guerra Fría inevitable entre dos estados  que, alianza coyuntural contra el nazismo aparte, representaban dos modelos políticos y sociales opuestos.

El segundo objetivo era, quizás este equivocado, pero honestamente lo creo, sacar el experimento del “laboratorio”, ver el daño real sobre los seres humanos (hubo personas de las que quedó una mancha) de un arma que era un salto cualitativo tan tenebroso como gigantesco. 

He hablado también de un objetivo secundario. Y sé que especulo mucho, pero no me olvido que en el ADN del poder estadounidense durante todo el siglo XX y lo que llevamos de éste, está la teoría del “Destino Manifiesto”, surgida en el S. XIX, sobre la que ya escribí un texto. La predestinación, cuasi religiosa, de EEUU, de liderar (y dominar) el planeta. Para gente con esta mentalidad, con un territorio que, blindado por dos océanos, no ha sido atacado en los últimos 200 años por potencia extranjera alguna (salvo una pequeña incursión de Don Francisco Villa en 1916), el ataque a  a la base de Pearl Harbor, aunque fuera a varios miles de kilómetros de territorio continental, tuvo que ser, daños aparte, una afrenta a su orgullo. 

No me extiendo más, como siempre mis textos me ignoran: va a ser corto, dije al principio. Pues se alargo un poquito. 

Y lo extiendo unas líneas más: este 6 de agosto también se cumplen 84 años del fusilamiento del diputado comunista por Las Palmas Eduardo Suárez y del socialista Fernando Egea, delegado gubernativo en el Noroeste de Gran Canaria y farmacéutico de Agaete. Su delito: intentar organizar una resistencia al golpe de estado del 18 de julio. La rebelión fascio-militar acusó al diputado electo cinco meses antes (16 de febrero del 36) de… rebelión. 

En este país disfrazar con palabras la realidad, costumbre que pervive con bastante éxito, viene de muy antiguo.


Posdata: lamento mucho el fondo bicolor, yo soy más de la tricolor, pero reconozco mi incapacidad para solucionar este pequeño problema técnico.


No hay comentarios:

Publicar un comentario