lunes, 18 de noviembre de 2019

...como un diosecillo infernal y destructor...


La violencia. La intrínseca maldad de la violencia.
La derecha, en su más amplio espectro, desde la habitualmente llamada civilizada a la fascista, nos lleva a la izquierda, también en su más amplio espectro, un mundo de dominio ideológico y mil desinhibiciones de ventaja.
Estas callado, sin escribir, un mes y pico, porque sabes que ya otras personas expresan lo que tú piensas con más claridad y precisión, pero llega el momento en que sientes que ya es pura supervivencia, equilibrio mental, porque la bilis, el asco supremo, es una erupción incontenible que te inunda enterito y te desborda los labios.
Créanme, aunque soy un, digámoslo así, coqueto lingüístico, y me place cuidar el estilo, la forma, más allá de hipotético fondo de lo que escribo, ahora mismo me gustaría entregarme, como un diosecillo infernal y destructor, al cultivo furioso del volcán. Ser una especie de surrealista, un escritor automático que llevara un mar de fuego en cada frase, desechando por completo esa contención, esa pausa que, queramos o no, siempre conlleva la reflexión o, a que negarlo, la cobardía ante el acecho de la ley.
Nos están sometiendo a una castración mental acelerada. Y esa es la primera rebeldía imprescindible. Decir basta a ese campo de concentración del pensamiento donde los poderosos, con sus potentísimas e inagotables baterías mediáticas, nos quieren recluir. Por supuesto, es impagable la colaboración de una izquierda timorata, llena de melindres y complejos, ante una derecha que cada vez exhibe más músculo y que tiene una virtud importante: no reniega de su historia aunque sea brutal y generadora, durante siglos, de un inmenso sufrimiento a las clases populares. Mil errores y crímenes tenemos en el campo de la izquierda, pero eso no envilece ni un ápice la necesidad, aprendiendo del pasado, de cuidar nuestro mensaje que, siendo anticapitalista, solo puede tener necesariamente el horizonte del socialismo. Y a ese horizonte no nos van a permitir arribar con loor de santidad y entre una lluvia de flores.
Y aquí vuelvo al principio, a la ya citada intrínseca maldad de la violencia.
Miro a Sudamérica y me paro en Bolivia. Y me fijo en una consigna que ha brotado de la ira de los parias: “¡Ahora sí, guerra civil!” mientras marchan, que diferentes con nuestras cadenciosas manifestaciones romería, llenos de ira y legítimo odio de clase (sí, ese odio que tanto detesta y anatematiza el remilgado progre). Lo siento Evo, seguro que estoy equivocado y digo una barbaridad, pero esa reflexión tuya de estos días donde explicas tu exilio, más allá del peligro que corría tu vida, como un llamado a la paz, a la concordia, a evitar el derramamiento de sangre boliviana, me parece cuestionable. Me hago esta pregunta: ¿La ausencia de su líder protege a los más humildes de la ira de la burguesía fascista boliviana o los deja más inermes?  Sabiendo que los contextos siempre son diferentes, pero teniendo presente que la historia, dolorosa o grata, siempre es maestra, recuerdo que  a Hugo Chávez, cuando le dieron el golpe de estado de 2002 también le pidieron la renuncia y quisieron sacarlo del país. A ambas cosas se negó. Como en Bolivia, el pueblo venezolano salió masivamente a la calle a mostrar su repudio al golpe, pero en Venezuela hubo un añadido fundamental que, al menos aún, no se vislumbra en Bolivia: la acción de un sector del ejército que rescata a Chávez de la isla donde está confinado y lo devuelve al palacio de Miraflores. ¿Si el ejército venezolano monolíticamente, o en su gran mayoría, hubiera apoyado al títere Carmona Estanga el golpe habría sido derrotado en tan corto plazo? La respuesta, salvo que queramos engañarnos, es clara: la virtud o la razón de los ideales, sobre todo en los momentos críticos, aquellos donde la derrota puede ser larga, no suelen ser suficientes para dar la victoria, salvo que el propio pueblo o sectores tradicionalmente armados, como los militares o la policía, estén en disposición de prevalecer a través del uso de la fuerza, o sea, la violencia.
Ahora vuelve a estar en boga, por la película de Amenabar, el famoso “venceréis pero no convenceréis” de Unamuno ante Millán Astray. Y, carentes de virtud y razón, pero con el uso de una violencia extrema, las fuerzas armadas fascistas al servicio de la oligarquía se impusieron y ejercieron su dominio durante 40 años y, como propina, 80 años después de que aquellos terroristas vencieran sin convencer, está en la jefatura del estado Felipe VI, el nieto político de Franco, el jefe recién exhumado de la 18 de julio, la (nunca me cansaré de proclamarlo) banda terrorista más criminal de la historia de España.
Por activa o por pasiva, por acechante o actuante, la violencia, o su capacidad de ejercerla por diferentes mecanismos, está en el cogollo de los conflictos y tiene carácter de clase. Y cuando a los grandes medios de comunicación de la clase dominante les interesa defender la sacrosanta unidad de España, nos presentan las barricadas ardientes de Cataluña como muestras inadmisibles de violencia y… terrorismo (el coco para los perezosos mentales, aquellos que se espantan porque Elisenda Paluzie expresara un hecho irrefutable: que a nivel mundial esa barricadas en llamas tuvieron más impacto que las reiteradas manifestaciones multitudinarias del independentismo), mientras relegan a puestos secundarios de sus parrillas a los 23 asesinados por los golpistas en Bolivia. Asesinados que en el 24 horas de TVE se convierten, en el caso de la masacre de Sacaba, en 5 (en realidad fueron 9) cocaleros muertos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad boliviana. Todas las puntadas que dan, precisas y repugnantes, buscan ocultarnos o, lo que es más complicado de combatir, deformarnos la realidad hasta conseguir que nueve de cada diez hijos de vecino, buenas personas (y no hay un ápice de ironía) trabajadoras, como dijo Malcom X, amen, aunque sea con su voto, al opresor y detesten al oprimido.
¿Cuántas personas en el estado español saben que la actual presidenta golpista de Bolivia sacó un decreto salvaje, de facto una licencia para matar, en el que declara a la policía y a los militares impunes en su actuación represiva? ¿Cuántas personas en el estado español conocen el nombre del presidente asesino (y generador de tuertos, pues alrededor de doscientos jóvenes han perdido un ojo por los perdigonazos policiales) de Chile, ese país que hasta hace un cuarto de hora era el éxito económico, el espejito neoliberal de América Latina? La respuesta en ambos casos es diáfana: ni el cinco por ciento. En cambio, hasta el sujeto más apolítico y necio “sabe” que en Venezuela hay una dictadura en la que manda un ogro llamado Maduro, extraño y violento ogro que permite pulular por sus dominios a un tipo llamado Guaidó, autoproclamado presidente, sin que lo detengan ni lo juzguen. Por el contrario, en el pacífico, en el democrático y nada violento estado español, como se demostró el 1 de octubre de 2017,  hay nueve condenados a 100 años de cárcel (¡cuántas formas puede tener la acción violenta del estado!) por la proclamación formal de una república que duró nueve segundos.

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