sábado, 27 de febrero de 2016

Un pactito y dos mandatos

Del mismo modo que casi cada año hay un partido del siglo, no es raro que casi cada día, a cualquier evento, se le ponga el apellido histórico, que pretende ser pétreo, pero suele tener la consistencia de lo gaseoso. Por supuesto, me estoy refiriendo a la osadía de Pedro Sánchez al adjudicarle a su pacto (reconozco que me rondó la idea de calificarlo como pactito ¿historiquito?), un calificativo que un dirigente político debería guardar para aquello destinado a tener una trascendencia temporal incompatible con la fecha de caducidad (4 ó 5 de marzo) de su acuerdo con ese gran esforzado, incansable muñidor de la gran coalición, con mucho trabajo aún por delante, que responde al nombre de Albert Rivera. 
El problema del histórico acuerdo es que nace con raquitismo. Jugando a la época del servicio militar obligatorio diríamos que le faltan centímetros y es estrecho de pecho. Sí, Sánchez, para auparte a la presidencia y, lo más importante, poder gobernar con cierta estabilidad, necesitas que alguna otra fuerza política rellene el traje a desmedida que Rivera y tú se han hecho. Fue harto curioso que de la comparecencia, por separado, de cada uno de los firmantes, se coligiera que, sumada la aspiración de ambos, el resultado de la operación acabaría en un gobierno de concentración de facto, al menos en lo referido al apoyo en el Congreso de los Diputados. Rivera defiende que es un acuerdo moderado y reformista que puede complacer al PP. Sánchez, con la misma seriedad, afirma que es un acuerdo de izquierdas en el que puede sentirse cómodo Podemos. Está situación disonante permite entender porque, un acuerdo tan solemnemente escenificado, no se presentó, como parecería elemental, con una rueda de prensa conjunta, sino individual. Para no percibir, al menos bajo la inmediatez de los focos, (a falta, aún, de gran coalición) la gran contradicción: este pacto es una manta estirable que puede cobijar a dos fuerzas que se sitúan en las antípodas ideológicas. Y además, cada uno de ellos, Sánchez y Rivera, estiman que el pacto va a desagradar a sus no concomitantes ideológicos y agradar a los que sí lo son. Retorcido ¿no?
Otro elemento que, al menos a mí, me casa mal, es la apertura del acuerdo a la incorporación de otras fuerzas políticas y a modificaciones. Modificaciones que, por cierto, viendo como un firmante (Sánchez) apela a su siniestra y el otro (Rivera) lo hace a su diestra, sería divertido observar, en base a que piruetas, encajan en el conjunto global. Quizás yo sea un poco dogmático, pero pienso que la rúbrica de un documento es la culminación de una negociación. Aquello que los firmantes se comprometen a realizar contando estrictamente con sus fuerzas. Si Ciudadanos aspira a atraerse al PP y el PSOE a hacer lo propio con Podemos, lo lógico habría sido anunciar que existe un acuerdo, pero debido a la dictadura de la aritmética se precisa la connivencia, activa o pasiva, de al menos otra gran fuerza política. De este modo, salvo que les anime el teatro, ambas fuerzas se abstendrían de hacer el paripé, el juego de los grandes hombres de estado estampando su firma al pie de un documento que, pretendiendo hacer historia, queda muy lejos de la simple investidura.
El PSOE firmó el pacto por la mañana con Ciudadanos. Y por la tarde pretendía seguir negociando con Podemos, IU y Compromis, que, con toda la lógica y la dignidad, no acudieron a la cita. Dos preguntas de política ficción o de vodevil. Por la tarde el PSOE, en ese encuentro nonato con las fuerzas de izquierda, ¿se habría representado a sí mismo o ya habría sido el representante del pacto PSOE-Ciudadanos con potestad modificatoria en caso de llegar a acuerdos con la izquierda? ¿O pensaba, en este caso sí, haciendo historia, firmar dos pactos y ser Sánchez, en un ejercicio máximo de guapura, el primer presidente de gobierno bígamo? 
Quiero hacer, para ir concluyendo, un breve apunte sobre un aspecto político del acuerdo que quizás ha pasado algo desapercibido y que ha concitado el aplauso general: la adopción del modelo presidencial de EEUU. Me refiero al punto que establece que los presidentes del gobierno de España sólo podrán serlo durante dos legislaturas. O sea, un periodo de 8 años, a imagen y semejanza del Tío Sam. Discrepo. No veo la razón por la que una persona, por ley, salvo que cometa algún delito, sea obligada a no presentarse por cumplir dos mandatos. Sólo su organización, bajo mi punto de vista, tiene derecho a decidir ese cambio o a mantener a esa persona si considera que aporta un valor añadido a ese proyecto político. A quién me diga que es una manera de oxigenar la vida pública, de impedir su esclerosis o que se pudra víctima del amiguismo o la corrupción, me permito recordarle que en México (ejemplo palmario, bajo el estandarte de los 43 normalistas de Ayotzinapa, de respeto a los derechos humanos y ausencia de corrupción), ningún presidente cumple más de un mandato de 6 años. Por último, más que una paradoja, es irritante que en un país donde la jefatura del estado es vitalicia y hereditaria, se plantee limitar el número de presidencias de una persona que si tiene que ser refrendada por las urnas. El primer y consecuente paso de quién defienda esa limitación de mandatos, debería ser solicitar, con el mismo ahínco, la abolición de la monarquía.

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