domingo, 16 de febrero de 2014

Inmigrantes muertos, ministros beneméritos y pensamientos vivos

En este país hay instituciones cuyo cuestionamiento es prácticamente tabú. Hasta no hace demasiado tiempo lo era la corona. El estado español es un territorio a partes iguales demonizador y sacralizador. Una historia marcada por una iglesia secularmente aliada de los sectores sociales dominantes, no se disipa fácilmente. Sobre todo cuando desde el poder, que hoy ejerce el PP, existe la voluntad clara de beneficiar y extender la influencia del catolicismo más retrógrado. Un ministro que en el uso de su cargo, en un discurso oficial (en su casa o en reuniones privadas que haga lo que quiera), el señor Jorge Fernández Díaz, manifiesta que en estos momentos sombríos Teresa de Ávila ayuda a España a salir adelante, debería ser cesado de inmediato del cargo por su manifiesta incapacidad para separar su devoción de su obligación. Parece que la santa abulense, que expresó en un hermoso poema su sinvivir, es patrimonio muy apreciado de la derecha de este país. El jefe terrorista Francisco Franco tuvo durante muchos años en su dormitorio, ante su reclinatorio personal, donde tras dar el visto bueno a las condenas a muertes oraba, la mano incorrupta de la santa. Parece que también su pie derecho y un fragmento de su mandíbula forman parte se ese amplio y macabro muestrario de reliquias que pueblan diferentes iglesias del orbe católico. Como reflexión al margen me pregunto lo siguiente: ¿cuándo uno muere sigue teniendo banderas patrióticas? ¿existe un patriotismo celestial? Pensaba que las almas tendrían, en su levedad, en sus 21 gramos, un lenguaje y un espacio universal ajenos a las terrenales y humanas fronteras.

Abandono la veredilla teresiana y elucubradora y retorno al camino sacramental del señor Fernández Díaz, añadiéndole esa institución que, en clave laudatoria, llaman la benemérita. Una institución cuya trayectoria es cuando menos polémica. Alguna pincelada. En Gran Canaria, el 15 de noviembre de 1911, en una manifestación absolutamente pacífica, asesinó a 6 trabajadores portuarios. Cuando se produjo el golpe fascista de 1936, en algunos lugares sus mandos permanecieron fieles al gobierno legítimo de la república (y algunos de sus mandos, como otros militares leales, ajenos a la felonía, lo pagaron con su vida). No obstante, es innegable que durante la dictadura su papel represor fue de primera magnitud. Llevaron el peso de la lucha contra el maquis. Y también les gustaba ejercer de anfitriones. Cuando un preso político en los años 40 ó 50 era liberado y volvía a su casa en una población rural, era "agasajado" de manera desinteresada en el cuartelillo de la Guardia Civil para, aplicando la máxima de que "la letra con sangre entra", sellar en la mente del retornado su ingreso a las ingentes filas del sano apoliticismo.

En la Transacción política una de las reivindicaciones de la izquierda transformadora fue "la disolución de los cuerpos represivos". Entiendo que no se pretendía dejar al país sin servicios de seguridad, pero si se pensaba que era necesario crear otros servicios de seguridad con gente no contaminada, en la mayoría de los casos con sumo placer, por el virus del fascismo. Por supuesto, entre los diversos trágalas transaccionales estuvo la intocabilidad -aparte del ejército, la bandera bicolor y la corona-, de la policía y los popularmente conocidos como picoletos. Sus mandos pasaron de jefes subalternos del caudillo terrorista a jefes subalternos de los demócratas Suárez o Felipe González (así que puristas de piel fina, menos rasgamiento de vestiduras ante una hipotética llegada de Otegui a la lehendakaritza). El policía o guardia franquista siguió creando escuela. Alguien que con 25 años, en el 70 por ejemplo, pertenecía a la Brigada Político Social (policía política), 35 ó 40 años después (ayer mismo), estaría en activo, irradiando su sapiencia. Sé que lo importante es el mando político, pero estoy convencido de que aún, hoy en día, quién entra en esos cuerpos es una persona de mentalidad conservadora, una persona que no tiene entre sus prioridades la existencia o no de justicia social.

Reconozco que de los sucesos de Ceuta, que acabaron con la vida de 15 inmigrantes subsaharianos, no son responsables los guardias rasos que siguiendo órdenes de sus superiores disparaban botes de humo, balas de fogueo y balas de goma a un grupo de, palabras del ministro, "atléticos inmigrantes" practicando el noble ejercicio de la natación con ropa. No voy a decir aquí, por evidente, la consideración que me merecen el ministro o el director general de la G. C., ese individuo que tuvo la desfachatez de amenazar con querellarse contra aquellos que pusieran en tela de juicio la honorabilidad del benemérito cuerpo. Esa misma táctica usan contra la gente que denuncia la existencia de malos tratos o torturas en comisarías o cuartelillos, salvo que sean grupos de gran relevancia como Amnistía Internacional.

Quería terminar poniendo en la palestra el cuestionamiento de la obediencia de ordenes que puedan ser atentatorias contra el derecho básico del ser humano nacido e indefenso: el derecho a la vida. ¿Disparar balas de goma, aterrorizando, a alguien que va nadando, que está cansado, por el simple hecho de que no ponga pie en tu territorio, es una orden rechazable? ¿Ese hombre si se niega a disparar podría ser sancionado? ¿Qué está por encima, la obediencia o la conciencia de estar actuando contra un derecho humano básico?

Acabo agregando, pues creo que viene al caso (y al pensamiento), el siguiente poema de Bertold Brecht en la voz de Adolfo Celdrán.






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