domingo, 12 de enero de 2014

En la muerte del padre

No, esto no es un panegírico. Lo digo de entrada.
Te amé con tanta desesperación como a ratos te detesté. A veces incluso intenté ser un mal hijo, pero creo que casi nunca lo conseguí. Estas palabras son, entre otras cosas, un ajuste de cuentas, que nunca saldaré conmigo. 
Nacido en el año 29, perteneciste a una generación criada y madurada bajo la égida del fascismo más duro (años 40 y 50). Una generación educada en la moral del sufrimiento, en la funesta teoría del valle de lágrimas. Fuiste a un colegio brutal, con nombre de asesino, Generalísimo Franco, en el barrio obrero de  La Isleta, donde casi todos los niños acudían descalzos y tú llevabas unas alpargatitas que cuidabas con mimo. Obsesivo como eras, los sucesos anclados a tu mente me los contaste innumerables veces, con una diferencia, en los años finales al referirte a ellos ya te vencía la emoción cuando recordabas esos viejos episodios. Por ejemplo, cuando rememorabas las clases de inglés nocturnas (desde los 11 años te deslomabas trabajando de día), con don Joaquín, un republicano represaliado. Esas clases en las que aprovechaban la nocturnidad y la confianza para hablar de temas innombrables y la vana esperanza de que la victoria aliada en la 2ª Guerra Mundial supusiera  la caída del tirano. No he conocido a nadie que añorara tanto la posibilidad de haber estudiado como tú. Yo, que lo hice por inercia, por seguir una senda relativamente cómoda, sin vocación alguna, con responsabilidad pero sin deseo, siempre admiré tu anhelo de sabiduría, esa necesidad que tuviste casi hasta el final de conocer el alma humana, leyendo ensayos de filósofos y psicólogos. Incluso, sabiendo que el tren había pasado para ti, te interesaste por las clases para mayores de la universidad. Siempre rechazaste, y nunca disimulabas, al menos gestualmente, tus fobias, mi gusto por la novela negra, de misterio o de terror. Proclamabas la superioridad de la luz, de la belleza clara sobre la oscura. Te emocionaba la buena prosa, decantándote más por una descripción hermosa que por un diálogo chispeante. En poesía amabas (como en la música) a los líricos y te gustaba -no sólo en los versos- la rimbombancia que a mí generalmente me exasperaba. Sé que con nosotros, con Efrén y conmigo, el halago que medías por delante, lo derrochabas por detrás, y que nuestros estudios los viste como un logro tuyo también.
Hablar de ti sin hablar de mamá, sería imperdonable. Ella, ese corazón tierno en una carcasa dura, como tantas mujeres de su época, sufrió una doble opresión: la clerical-fascista, que afectaba a la mayoría de la población, y la machista, en buena medida agudizada por la anterior. Tú, con tus peculiaridades, y muchos hombres de tu generación y, desgraciadamente, no pocos de la actual, fueron muy primarios con sus compañeras de vida. Mamá siempre me ha expresado, observando con lógica envidia a muchas mujeres de décadas posteriores, su lamento por no haber nacido  30  ó 40 años más tarde, pues, lo quisieras o no, fuiste un poco (y con cierta anuencia de ella) su carcelero. En más de una ocasión te comenté (y tú lo sabías mejor que yo) que era necesario deseducarse. Yo lucho cada día, con fortuna desigual,  por desembarazarme de muchas cosas aprendidas en la niñez. Sé que tu nieto José María se ha formado conmigo y contra mí. Sí, mamá y tú me han servido como modelo, a veces  inverso. Ambas cosas, aunque la segunda genere dolor, las agradezco.
Acabo este texto urgente.
Aún me cuesta transitar del presente al pasado para nombrarte o pensarte. Nunca te hablé de mi balconada celestial, ese lugar de espíritus ateos en el que nunca nos encontraremos, ese territorio de plática plácida desde donde veríamos el agitado devenir de un planeta en el que ya sólo habitas en el recuerdo de aquellos a quiénes nos diste todo lo que tenías y sabías: algunos muros infranqueables y muchos caminos abiertos.

5 comentarios:

  1. Supongo que no esperas ningún comentario a esta despedida pues cuando se siente la necesidad de expresar con urgencia algo y se escribe es para que no se quede nada en el olvido, para sacar lo que uno lleva dentro y con prisas esparcirlo sobre el papel, y luego leerlo con calma y recrearse, de verdad, en el recuerdo.
    No se escribe para que otros opinen sobre lo no opinable. Aún así, me atrevo a hacerlo.
    Disculpa.

    Marinela

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  2. Ninguna disculpa tiene que ofrecer. Este blog esta abierto al comentario de cualquier persona que por el transite, en cualquiera de sus textos. Y este, siendo para mi, sentimentalmente, excepcional, no es una excepción. Un saludo.

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  3. Erratas: está, él, éste. Se me fue el santo al cielo con las tildes. Disculpas

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  4. Estimado Pepe Juan:

    Ayer, a no sé cuantos miles de pies de altura, volando de Bruselas a Madrid, comencé a escribir un relato que tenía pendiente con alguien que también anda de viaje desde hace ya algo más de 7 años.

    Quizás algún día se lo enseñe, cuando considere que posee la mínima calidad exigida para que un buen tipo como usted lo lea.

    Comienza así: “Al morir un padre, a los pocos días, al revisitar sus pertenencias más cotidianas…”

    Al llegar a Barajas, cercana la madrugada, y conectar el teléfono, me salta un mensaje de una compañera de su instituto: “Murió el padre de Pepe Juan”.

    Comprendí que mi aprecio hacia usted radica en que, a pesar de los miles de pies de distancia que nos puedan separar en determinadas cuestiones, hay una conexión mucho más profunda, inexplicable e insondable.

    Me apeo del trato de “usted” para mandarte un emocionado y cordial abrazo, a ti y a tu familia, al que se suma Asun.

    Mucho ánimo.

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  5. Manolo:
    Me voy a enfadar contigo. Un señor tan educado como tú nunca debe apearse del tratamiento. Temo que eso sea síntoma de otros apeamientos más gravosos.
    Después de la breve gracieta debo decirte que creo que, más allá o más acá de nuestros miles de pies de distancia en esas determinadas cuestiones, hay una mirada vital bastante similar, determinados valores que nos unen y que hacen que cuando compartimos un rato la charla fluya cadenciosa y plena y deje, al menos en mí, un poso perdurable y placentero.
    Sabiendo como escribes sé que lo único que despertará ese cuento en mí, si algún día me concedes el honor de leerlo, será la envidia sana que experimentamos aquellos a los que nos place juntar letras, cuando leemos algo hermoso.
    Te mando a ti y a Asun un beso grande y emocionado.

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