miércoles, 25 de diciembre de 2013

Las reinas magas

Juan Valyán era, paradójicamente, un hombre sin historia. Su vida había sido una concatenación de rutinas. Apenas en su juventud tuvo ciertas ínfulas guevaristas, comprando una gastada zamarra de faena del ejército, que acompañó de la boina rebelde y una barba fidelista que los mayores peligros que vivieron fueron pequeñas manifestaciones ilegales que se dispersaban al alegre paso de los grises. Gris era el color de su existencia, y no lo lamentaba, había trabajado la grisura con esmero tras leer toda la poesía amorosa que vieron los siglos y tomar la decisión de que él no padecería jamás por esa infección mortal que se conoce como amor, fuera éste el que se siente por una causa o por un ente femenino. Sabía que deslindarse de las causas nobles, al menos cuando la posición social es apacible, era un objetivo sencillo, con la dificultad de dejarse caer plácidamente por un tobogán. El territorio de las mujeres lo vivía, por su propia debilidad, como más acechante. Y, terco como una mula, cuando una mirada alteraba su cansino ritmo cardiaco, tomaba, casi derrapando, la primera desviación y, con empeño de asesino metódico, borraba todos los rastros físicos y los brotes emocionales. Tras vacunarse, Valyán, nada ajeno al latido carnívoro de la especie, cazaba mujeres rotundas y que intuía ajenas al instinto materno. Prolongaba los encuentros  mientras no prendiera una brizna de cariño en algún pliegue cerebral díscolo. También ponía fin, haciendo la sangre justa, si notaba en su ocasional compañera de juegos ese antecedente devastador que es la ternura. A los cuarenta y cinco años, en otra vuelta de tuerca, cerró la tienda de los juegos carnales y abrió el mundo, que ya nunca abandonó, de los nomadeos persistentes, sin alejarse nunca mucho de su guarida, donde devoraba libros insustanciales y escribía la vida que nunca viviría. En esos paseos errabundos, donde compaginaba el vehículo y el andariego, descubrió un lugar que le subyugó.  Situado en mitad de un sendero ancho, que bordeaba un monolito ancestral, donde punteaban los pinos y abundaba el monte bajo, halló un modesto trono trabajado por los milenios que convirtió en su pequeño observatorio de los humores que desprende la tierra en los atardeceres, donde casi a la par empiezan a titilar las luces mortecinas de los pueblos y las primeras estrellas.

El cinco de enero de 2014, tan reciente su jubilación, motivo por el cuál ya pocas palabras pronunciaría el resto de su vida, como sus sesenta años, dejando atrás la urbe donde los niños, anhelantes de regalos y temerosos del colegio, preparaban su noche de insomnio, tras aparcar en la curva de siempre, enfiló el caminillo que tantas veces había hollado. El fuelle menguaba, quizás pronto su trono quedaría vacío. No había atisbos de melancolía en ese pensamiento. Sabía que era inútil cuestionarse las leyes de la vida.  Quizás ya estaba recorriendo los caminos aquél que le sustituiría, pero aquella tarde aún era suya. Cuando lo vio, allí, a la derecha, en un plano ligeramente inferior al camino, a su pesar, casi con ira, se añulgó. Bien abrigado tomo posesión y colocando ambas manos sobre la verticalidad del viejo bastón con punta de metal, esbozo una sonrisa cansada y se sintió un héroe antiguo y desterrado que se presta a ver pasar ante sus ojos inmortales los eones. Su sonrisa se amplió y con un punto sardónico se dijo que nunca debería haber leído El Señor de los Anillos o desvaríos similares. Cuando, con un precioso estertor rojizo, la noche ponía en fuga el límpido azul de la tarde, sintió el ruido amortiguado, regular y creciente de unas pisadas. Desechó el miedo por ilógico y puesto en pie esperó la aproximación de las lucecillas que, lentas, se aproximaban. Ante él se pararon tres figuras a lomos de sus respectivas bestias. Cuando apagaron las luces de visera Juan percibió su condición de mujeres montañeras, pertrechadas de botas y trencas.

-Buenas noches señoras, soy Juan Valyán.

-Buenas noches caballero –contestaron al unísono.

-Yo soy Alegría, la reina maga del pasado.

-Yo Tristania, la reina maga del presente.

-Me llamo Impasíbilia, la reina maga del futuro.

-Van ustedes a recibir una demanda post mortem de Charles Dickens y el cabreo bíblico de San Mateo señoras –contestó risueño Valyán.

-Don Juan –repuso Impasíbilia- , sea usted más serio y mírese la chepa, que es bastante miserable, a la par que ridículo, birlarle con disimulo el nombre a don Víctor Hugo.

-Basta de pullas, que hay mucho camino por delante –suspiró Tristania.

-Pues con esos animalitos… -retorció jodelón.

-Estos animalitos y nosotras seguiremos en el camino cuando de usted no quede ni el recuerdo de sus malos pensamientos y sus inexistentes acciones, señor Vallllllllyaaan.

-Que nombre tan mal puesto el tuyo… Impasíbilia.

-Impasíbilia, Tristania, no es momento de broncas. Además, Juan, por cruzarse en nuestro camino esta noche tan especial, tiene derecho al privilegio de los tres deseos –terció Alegría.

-Pobre Aladino…Ustedes señoras, dicho sea con todo respeto, van saqueando alegremente las historias. ¿Por cierto, para que me concedan los  tres deseos qué y con qué tengo que frotar?

-Ese genio es puro humo tontaina, un tipo demediado. Mi puño en cambio es real y certero. Es insoportable… -rugió Impasíbilia mientras Tristania invocaba su profesionalidad.       

-Juan, no seas tonto, ¿acaso no tienes deseos?

-Señoras, los deseos son casi lo único que no me ha faltado en la vida. Hace un minuto habría sido jocoso y hurgador, pues estaba pensando en pedirle a la sin par Impasíbilia una noche de desenfrenada coyunda –Impasíbilia meneo desdeñosa la cabeza-. Hace medio habría soñado recuperar un fracasado proyecto de asaltar el Banco de España –ya ha sido completamente saqueado apuntó Tristania-. Ahora sólo deseo una balconada celestial, convertir este trono de piedra en atalaya de aire cuando muera.

-Valyán, no pidas imposibles –contestaron al unísono.

-¿Imposibles? Ustedes tienen cuña con el dios todopoderoso.

-Está viejo y cansado, ya ni siquiera se cree a sí mismo –contestaron doloridas al unísono.

-Pues la tendrán con el hijo. Sus esposos le llevaron presentes hace dos mil…

-¡¿Nuestros esposos?!... –bramaron-. ¡Es imposible enderezar una memoria histórica deformada…!     

-El hijo, Valyán, se ha vuelto ateo, ahora está siempre de cháchara con un barbado decimonónico y  un ruso achinado y embalsamado -habló pesarosa Alegría-. No hay balconada posible Juan, disfruta éste mágico lugar mientras puedas.

Pusieron pie en tierra y le besaron tiernamente en los labios. Los de la arisca Impasíbilia eran dulces y esponjosos. En silencio siguieron su camino. Al cabo de varios días, la inmovilidad, el abandono del coche de Valyán en aquella apartada curva llamó la atención.   

Nunca se le encontró.

Los reyes magos, lo saben hasta los niños, no existen. Pero las reinas magas sí, y alumbran el mundo.

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