sábado, 24 de septiembre de 2022

Palacios terrenales y celestiales

 "No cabe duda de que vivir en un palacio no es como la gente se piensa, es muy difícil, es frío, hay que estar muy acostumbrado y hay que ser fuerte emocionalmente".

La muerte de Isabel II, reina de diversos territorios, más allá del baboso seguimiento mediático que quiere establecer como meritorio lo que fue un simple hecho biológico: su longevidad y su acceso al trono en plena juventud la llevaron a reinar durante 70 años, lo que implica que ha sido testigo de los grandes cambios en múltiples ámbitos, destacando particularmente las enormes transformaciones tecnológicas  de la tercera revolución industrial producidas en la segunda mitad del siglo XX y el primer cuarto del siglo XXI que ella contempló mayormente desde el silencio. En ningún caso impulsora ni líder de nada, si acaso ducha en adaptabilidad, tanto ella como otras monarquías europeas para garantizar su propia subsistencia, la de esos extraños funcionarios públicos, los reyes, que salvo que abdiquen (o les "obliguen" a abdicar como al Demérito) tienen un carguito vitalicio que se perpetúa mediante una de las funciones básicas de los organismos vivos para la perpetuación de la especie: la reproducción.

No plácidos ríos, un Niágara de tinta y saliva en tertulias y entrevistas en todos los canales informativos. A mí en el fondo me maravilla que ese boato regio que puede ser interesante en los cuentos o en las series que reflejan antiguos mundos de leyenda donde los mitos se condimentan con algunas gotas de historia, casi siempre medieval, encandilen, casi extasíen a tanta gente. Probablemente nos emboba lo que nos parece inalcanzable, aunque con el auge y dominio ideológico de la burguesía, sobretodo en los últimos decenios ha surgido lo que se llama la clase aspiracional, los que anhelan el pequeño palacio del chalet con piscina, el currante que aplaude en Andalucía, al igual que antes en Madrid, que se elimine el impuesto sobre el patrimonio que afecta a los 18.000 andaluces más ricos y que supone alrededor de 100 millones de euros para las arcas públicas. Y a mí me "emociona" y me da mucha envidia observar como el PP y VOX, la derecha, son partidos que gobiernan sin complejos, con desparpajo, para el beneficio de la clase dominante imponiendo su relato ideológico y logrando que buena parte de la clase trabajadora integre en su pensar sus argumentos. 

Pero, como casi siempre en mis textos, derivo. Y, en realidad, lo que me interesa es el párrafo inicial entrecomillado que forma parte de una entrevista en el programa Más Vale Tarde a Cayetano Martínez de Irujo. Sé que no es nada nuevo, sé que "los ricos también lloran", imagino que transitar en noches tormentosas gélidas galerías (el servicio debe descansar, aunque no sé en el caso del eterno príncipe Carlos, un tipo al que le planchan los cordones de los zapatos) para ir a la cocina de palacio y coger algo de la nevera para calmar las ansiedades con el nefasto vicio de picar entre horas debe ser un poco cansado. A mí a veces me da pereza recorrer los como mucho siete u ocho metros que separan mi sillón de la nevera. Y yo no me quejo. El problema en realidad surge cuando te levantas del sillón y casi te das de bruces con la nevera. Insisto, puedo entender la frialdad, hasta el deseo de no incomodar en el palacio al fantasma oficial de un alma en pena, como ese que tan deliciosamente retrató Oscar Wilde en El fantasma de Canterville, cuento donde una familia de yanquis, positivistas y burgueses, desquicia al atormentado espíritu condenado a expiar su crimen toda la eternidad.

Todo lo entiendo, pero me gustaría precisar un par de ideas. Emplear para hablar de vivir en un palacio la expresión "muy difícil" o la necesidad de ser "fuerte emocionalmente" en un país donde cada día se desahucian familias a mí parece que roza la falta de respeto y quizás sea fruto de otro término que utiliza: la costumbre. La riqueza como costumbre que te hace ver al común de los mortales con un cierto desprecio o una enorme lejanía, pues si no, no te atreverías a utilizar, por simple decoro, esas expresiones para referirte a la vida en un palacio como una pesada carga. Cuando leí sus declaraciones recordé la pandemia y, sabiendo que hay muchas escalas por medio, pienso que no es lo mismo estar confinado en 40 ó 50 metros cuadrados que en mil con amplios jardines y piscina y pistas para hacer deporte. Estos nobles, no solo es que tengan acendrado el concepto, lamentablemente tan desvaído ahora para muchos trabajadores, de clase. Ellos, lo hemos visto en el larguísimo entierro de Isabel II, tienen muy presente la idea medieval del estamento, del grupo cerrado y en la cúspide que necesita un sirviente para que le mueva unos centímetros el tintero, no por pereza, pienso yo, sino porque consideran que su "dignidad", su lugar en el mundo conlleva la no realización de lo que en la Edad Media y el Antiguo Régimen se denominaban los "oficios viles", aquellos que implicaban el trabajo manual al que estaba condenado el denominado Tercer Estado o pueblo llano. Quizás me columpio en mis elucubraciones, pero yo creo que en la nobleza antigua, de siglos, más allá de su forzada alianza desde el siglo XIX con la emergente burguesía, perdura la idea de una superioridad congénita, lo cual, desde su perspectiva, casi de entomólogos observando insectos, tiene toda la lógica. También pienso que les queda poco (aunque aviso que en historia el concepto "poco" aplicado a lo temporal es bastante flexible), que llegará el día en que este país, tras proclamarse la república, esta vez para siempre, sin ninguna sublevación fascista de militares terroristas por medio, elimine los títulos nobiliarios. 

Del palacio terrenal al palacio celestial.

En concreto, quiero hacer referencia a un jefe religioso. Al que habita el palacio episcopal ubicado en la Plaza de Santa Ana en el barrio de Vegueta de Las Palmas de Gran Canaria.

El obispo José Mazuelos criticó el 8 de septiembre en su homilía en honor de la Virgen del Pino el aborto y defendió el "don" de la maternidad. Aunque no sea el objeto de este texto un matiz al señor obispo: la maternidad no es un don en ninguna de las tres acepciones de la RAE. Ni es una dádiva, ni es una gracia especial, ni es, en este caso, un bien sobrenatural que recibe el cristiano. Es un hecho biológico que los seres humanos compartimos con infinidad de especies animales. 

La crítica del obispo fue contestada por el Presidente del Gobierno de Canarias, Ángel Víctor Torres, diciendo que éste no debió referirse a la maternidad y el aborto sino a lo que "todos los canarios esperábamos: agradecer (el esfuerzo y el sacrificio por la pandemia)  y compartir la celebración". 

Expreso, en este caso, mi apoyo al obispo, que, más aún en su territorio, con sus fieles, tiene derecho, dentro de los límites del propio derecho, desde su liderato religioso y desde su libertad de expresión, a expresar lo que considere oportuno aunque a mí o a cualquier otra persona nos desagrade. Sí considero inoportuna, en cambio, la presencia de un Presidente del Gobierno, en su calidad de tal, en múltiples celebraciones de esa entidad privada llamada Iglesia Católica. Militares y autoridades van año tras año a rendir homenaje a un ser celestial cuya esencia (aunque paradójicamente el obispo alabe la maternidad) es la virginidad. Siempre recuerdo las risas, entre gente que cree en la fecundación de la virgen por el Espíritu Santo, por el "pajarito" de Maduro. Insisto, debe haber libertad absoluta de credo y cualquier persona tiene derecho a participar en los ritos religiosos que considere, también Ángel Víctor Torres u otros cargos públicos, pero si lo hacen debería ser a título personal, nunca como representante oficial de la ciudadanía. 

No obstante, sé que es una batalla ideológica que, como tantas otras, la izquierda (ese mundo tan amplio desunido y desnortado) renunció a librar hace mucho tiempo y, sospecho, para más tiempo aún.

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