La derecha española que habita en el PP, e
incluso ese aliviadero para votantes algo más escrupulosos que se llama
Ciudadanos, esa que nunca ha rechazado y que en no pocas ocasiones ha
justificado el fascismo, es, paradojas de la vida, quien aporta los “héroes”
democráticos en este país.
Un ejemplo clásico es Adolfo Suárez, que ha
quedado consagrado como el audaz navegante que viajó de una ley ilegítima a la
Sagrada Constitución, el hombre que, en términos coloquiales, entre grandes
fatigas, con viento de proa, trajo la democracia a España dando su nombre al
aeropuerto de Madrid, cual Charles de Gaulle, el general que simbolizó la
llamada Francia Libre, surgida como respuesta a la ignominia del régimen de
Vichy.
Otro ejemplo es Miguel Ángel Blanco. Hace unos
días se cumplieron 20 años de su secuestro y posterior asesinato a manos de la
banda terrorista ETA. No deja de sorprenderme, crueldad aparte, su ceguera política.
Por un lado, pensando que el gobierno iba a ceder en 72 horas a sus
pretensiones sobre el acercamiento de presos. Por otro, no dándose cuenta de
que M. A. Blanco, modesto concejal del PP en Ermua, no era un “peso pesado” de
la política que pusiera al gobierno en el brete de lanzar algún tipo de señal
nítida. Lamentablemente, a su pesar, como hombre humilde y anónimo condenado a
una agonía terrible, tenía todos los componentes para ser un héroe popular,
esos héroes que, a ti (ETA) te convierten en un ente absolutamente desalmado y
monstruoso y a tu enemigo le otorgan un estandarte valiosísimo, que, por
supuesto, estará siempre dispuesto a usar. Claro que el PP saca réditos
políticos si puede del asesinato de M. A. Blanco, pues al contrario de otros
aspectos, como el fangal de la corrupción, la figura de M. A. lo ennoblece a
los ojos de muchas personas.
Quizás yo sea un tipo muy descreído o muy mal
pensado. Pero tengo claro que las víctimas forman parte de la batalla política
(uso el símil guerrero a conciencia). Las víctimas no son almas transparentes,
tienen, con mayor o menor definición, banderas que las cubren para siempre.
Aunque quienes las enarbolen sean los vivos. El dolor intenso, ese que te
destroza, solo les pertenece a los familiares y a los amigos íntimos. Otras
personas, en círculos más externos, pueden sentir ira, pena o impotencia. Mil
sensaciones que, nos guste o no, estarán tamizadas, serán más leves o intensas
según cuales sean nuestras posiciones ideológicas.
Hace unos días, tras larga lucha, una mujer de
92 años, Ascensión Mendieta, gracias a la intervención, para vergüenza de la
justicia española, de la jueza argentina Servini y de la Asociación para la
Recuperación de la Memoria Histórica (AMRH), logró exhumar de una fosa común en
el cementerio de Guadalajara los restos de su padre, Timoteo Mendieta,
asesinado por la banda terrorista 18 de julio en 1939. En el rescate de los
restos de Timoteo estaba la bandera republicana porque cada cuerpo rescatado a
la ignominia de una fosa común, una cuneta o un pozo, muchos de ellos también
con tiros en la nuca, no solo es un bálsamo para sus familiares, es para mucha
gente de izquierdas, entre los que me encuentro, un grito que busca impedir que
se consolide el blanqueamiento del fascio-terrorismo español, ese que con
ahínco persiguen el PP y sus baterías mediáticas cada vez que pretenden, con el
argumento falaz de no dividir a los españoles, el olvido de los republicanos
asesinados por la dictadura.
El telediario de la 1 de televisión española
no emitió la noticia del entierro de Timoteo. Lo esperable en una víctima de
segunda categoría. De lo esperable vamos a lo execrable. Tampoco sé cuantas cadenas
han dado la información, si es que la ha dado alguna, de que el ayuntamiento de
Guadalajara, gobernado por el PP, quiere cobrar a la AMRH 2.000 euros por su exhumación.
No se olviden de que estamos hablando de un país en el que desde hace varios
años la Ley de Memoria Histórica recibe un presupuesto 0 y en el que hay
100.000 cuerpos que esperan una bandera republicana que les cobije. Imagínense,
hagan el titánico esfuerzo, una circunstancia similar en el espectro de la
derecha. Admiro al PP porque tiene claro, sin los complejos que atenazan a una
izquierda siempre temerosa de que la ubiquen en el entorno etarra o allá por el
Orinoco, quienes son los suyos y los defiende a ultranza, y a los que no son
los suyos en el mejor de los casos los trata con tibieza o los ignora. O en el peor,
los desprecia cobrando una cantidad miserable o atreviéndose, con la complicidad
de su aliviadero Ciudadanos, a rechazar que se coloque en la fachada de la sede
del gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid, donde estuvo la Dirección
General de Seguridad en la época fascista, nuestra Gestapo particular, una
placa que recuerde a todos los torturados en aquellas dependencias por la 18 de
julio durante los 40 años que ejerció su terrorismo de estado.
¿Por qué, cuando se cumplen sus aniversarios, no
son héroes nacionales que abran las portadas de todos los informativos los 5
trabajadores asesinados por la policía en Vitoria en el 76 o los 5 abogados laboralistas
asesinados en Madrid en el 77? Esta gente que arriesgó y perdió su vida por la
democracia, es desconocida, lo afirmo con rotundidad, por más de la mitad del
país. La respuesta es sencilla, para la derecha son rojos, víctimas de segunda
clase: el enemigo abatido al que, mediante la Transición otorgaron, en un marco
idílico que nunca existió, una democracia condicionada en la que solo nos
permitían, cautivos, desarmados y amontonados los cadáveres e impunes a los
fascistas, mantener la memoria de la derrota.
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