Para
mi amigo Manolo Rodríguez Machado,
a quién percibo cada vez más,
quizás a su pesar,
quizás a su pesar,
cuitas
oteguianas y emocionales aparte,
como un ex español de pro.
Hace
unos días el Parlamento de Cataluña aprobó con los votos de Junts per Sí y la
CUP, 72 votos sobre un total de 135, desatender al Tribunal Constitucional y
proseguir con la denominada hoja de ruta independentista. Se iniciaría así, un
proceso de desconexión del estado español que implicaría la creación de una
serie de instituciones para la construcción de un estado, republicano, propio.
Sucintamente,
esta es la noticia.
Después,
por supuesto, ha venido una catarata de reacciones. Desde el gobierno se
impele al Tribunal Constitucional a que declare ilegal la última resolución de
parlamento catalán y a que se inicie la vía penal contra su presidenta por
llevar a votación algo previamente rechazado por el Alto Tribunal. Desconozco
que recorrido puede tener la vía penal o coercitiva que pretende utilizar el
gobierno español. Sin duda esta amplitud puede ser testimonial o de enorme
contundencia: desde una multa a la presidenta al 155 o, si persistiera la
desobediencia, el uso de la fuerza de las armas, fase esta última no sé si superior
o inferior, pero sí ulterior de la política. Lo que se ha dado en llamar “el
choque de trenes”. El Parlament alega que tiene la fuerza de los votos, y el
gobierno, con la aquiescencia de Ciudadanos y el PSOE, esgrime la fuerza de la
ley. O sea, el conflicto está planteado, al menos institucionalmente, en unos
términos claros: la desobediencia contra el garrote. O viceversa. Por supuesto,
la racional vía escocesa aquí no cabe, que para eso somos la nación más antigua
de Europa, lo cual es un modo más edulcorado de defender el famoso lema
fascista que poetizaba a España como
“una unidad de destino en lo universal”. Parafraseando la famosa frase del rito
matrimonial católico: lo que la historia (en mayúsculas) ha unido que no lo separe un atajo de
independentistas.
El
problema, la esencia, al menos para mí, es saber cuantas personas componen ese
atajo de destructores en el conjunto del pueblo catalán, si se le reconoce como
tal, claro. Si el único pueblo sujeto de soberanía es el español se acabó, al
menos en la mente de los unionistas universales, el problema. Lo expresó Rajoy
con claridad, gustándose tanto que hizo su propia parodia, ante la delegación olímpica española presta a partir a Río de Janeiro:
“Hay detrás de ustedes una gran nación, España, llena de españoles”. En
concreto 45 millones, de los cuales menos de 8 son catalanes. Independencia
imposible por aplastamiento. Y punto.
Otras
visiones son más matizadas y en vez de aludir al prietas las filas de la
consagrada constitución, cuya reforma se sitúa como dique imposible de rebasar
por las globalmente exiguas fuerzas separatistas, ponen el foco en la propia
sociedad catalana. En concreto, se argumenta asiéndose a la inquietante teoría
de las dos mitades enfrentadas. No olvidemos que la guerra civil que provocó la acción del
fascismo, es, cuando hay situaciones delicadas o de alta conflictividad, un
coco que produce unos dividendos generosos cuando se apela, aunque suene
paradójico, al peligro de la división. Piensen en la invocada unanimidad sobre asuntos de estado que en
no pocas ocasiones tapan, sin asomo de paradoja, un estado lamentable para los
derechos sociales de muchas personas.
El
día de la polémica resolución, a través de Facebook, dieron su opinión urgente,
muy escueta, sobre la teoría de las mitades, dos significados líderes
políticos, probablemente, más allá de la cuestión nacional, con más nexos
ideológicos de los que ellos mismos estarían dispuestos a admitir públicamente.
Iñigo
Errejón: “Que nadie cuente con nosotros para volar puentes en Cataluña. No se
construye país contra la mitad de tu pueblo”.
Arnaldo
Otegui: “Como diría Mariano… no se construye país contra la mitad de tu pueblo,
la otra mitad ya tal”.
Sin
tener certeza, deduzco que la reflexión de Otegui es una réplica a la segunda
parte del texto de Errejón, en el que una de las dos hipotéticas mitades, no
sabemos muy bien en función de que tipo de superioridad moral o razón, es victimizada ante la otra. Por eso añade el líder abertzale vasco: “la otra mitad ya tal”.
Ese “tal”, obviando que el “ya” queda sintácticamente poco airoso, es la clave,
una coletilla jesusgilesca que tiene el valor del desprecio, del desecho. Una
mitad es valerosa y sufrida y la otra, la secesionista, es mendaz y
mortificadora. Incluso a esta mitad se le tacha en no pocas ocasiones, para
reafirmación de hinchas de mente perezosa, de antidemocrática.
El
problema esencial es que desconocemos la cuantía real de las dos mitades. Fue la
idea (no son sus palabras textuales) que expresó Xavi Domènech, líder de En
Comú Podem, y que yo traigo al molino de mi texto: la única salida razonable
para dilucidar la magnitud de ambas mitades es la realización, con todas las
garantías de defensa de sus posiciones, de un referéndum. Se
hacen mil encuestas sobre el sí o el no a la independencia. Es absolutamente
legal, me repiten con tonillo de suficiencia, ser independentista, pero ¡oh
sorpresa! no existe el mecanismo para que si esa idea se convierte en
socialmente relevante en una determinada comunidad, la gente pueda contarse y
no haya lugar a especulaciones sobre la magnitud de cada mitad y, además, de camino, los
puentes que Errejón percibe dinamitados, o en peligro de saltar por los aires,
sigan transitables. Si ese mecanismo no se articula, si el obstáculo para saber
la ciencia exacta de los números se percibe gigantesco, no debería parecer tan
alocado que dos partidos independentistas con mayoría absoluta de escaños en su
comunidad se planteen una ruptura unilateral. Sí, ya sé que solo tienen el 48%
de los votos y la decisión es de tal trascendencia que requiere la consulta
directa al pueblo catalán. Pero permítanme recordar que en el estado español,
en 2011, el PP con el 44.5% de los votos tuvo una holgada mayoría absoluta de
186 escaños. Y aplicó una versión siniestra del famoso refrán vitalista que
surge de la sensación, que se acrecienta con los años, de fugacidad: “¡A
recortar que son dos días!”.
La
consulta pactada y con una campaña donde impere la igualdad de acceso a los
medios implica que todo el mundo se somete al resultado y la mitad más pequeña,
aunque se sentirá frustrada, acepta la victoria de la mitad más grande. Y tengámoslo
claro. Ninguna realidad histórica conformada en periodos más o menos extensos
de tiempo, aunque dependa de ínfimas o enormes mitades, es eterna.