Este encabezamiento parafrasea el título de la novela “Trenes
rigurosamente vigilados” del escritor checo Bohumil Hrabal. Pero reconozco que,
en primer lugar, acudió a mi mente, cambiando la palabra monstruo por camión,
el título de la película de Bayona “Un monstruo viene a verme”. Ambos hacen
referencia al mismo hecho: el camión, per se, sin carga explosiva alguna, como
novedosa arma de terror aportada por el año 2016. No obstante, haciendo alusión
a lo mismo, el enfoque es totalmente diferente. El segundo da la voz a alguien
que probablemente está a punto de perderla y, lo que me hizo descartarlo, me
parece que tiene una carga implícita de crueldad, que me incomoda aunque sea
para usarla en un texto de opinión. Siempre he sido muy crítico con el concepto
terrorismo, y siempre he pensado que los más deleznables actos terroristas
realizados a lo largo de la historia han sido perpetrados, no por organizaciones
clandestinas, más o menos capaces, o por los ahora llamados “lobos solitarios”,
sino por estados bajo la cobertura de esa acción, hipotéticamente reglada,
llamada guerra. Seguro que si alguien es cuestionado por el acto (aplicándole a
este término el significado de acción concreta en un momento temporal breve) terrorista
más brutal de la historia, acudirá a su mente, con imágenes diversas, el
impacto de los aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de
2001. Sin embargo, el acto terrorista instantáneo con mayor carga de
consecuencias inmediatas, en forma de decenas de miles de muertos de, literalmente,
un segundo para otro, se produjo el 6 de agosto de 1945 a las 8.15 de la mañana,
hora de Japón, sobre la carente de valor estratégico ciudad de Hiroshima. El
segundo acto terrorista instantáneo más grave de la historia de la humanidad
aconteció 3 días después sobre Nagasaki con una mortandad algo menor, perece
que fruto de caer la bomba “menos centrada” sobre la urbe. Nunca oirán en
ninguna noticia conmemorativa hablar de ese acontecimiento en términos de acto
terrorista. A veces casi ni se nombra al estado que llevó a cabo, con crueldad
inusitada ese acto. ¿Se imaginan la durísima adjetivación que tendría esa misma
acción, año tras año, si la hubiese realizado la denostada Unión Soviética?
Después de explicar mi desacuerdo con el concepto restrictivo
de terrorismo que nos imponen y que hace que muchas acciones realizadas por ejércitos
no reciban esa consideración, como por ejemplo cuando el estado de Israel
bombardea ese campo de tiro cerrado que se llama Gaza, siempre me gusta llevar
al primer plano el respeto por ese algo intransferible que es el dolor de cada
víctima y de las personas que la quieren. Por esta razón ese primer título, que
hacía un artificio harto improbable con lo que pudo pensar alguien justo antes
de morir o ser herido, me producía cierta desazón.
Y entonces aparecieron los Trenes rigurosamente
vigilados. O también podría ser, en una extraña contradicción con el sonsonete
de la paz y los hombres de buena voluntad, unas Navidades rigurosamente
vigiladas. Navidades con mastodónticas jardineras
y bolardos, no como elementos decorativos o contra el incivismo voraz del coche
hacia muchas aceras o espacios peatonales. No. En realidad devienen, al modo de
murallas medievales, en modernas defensas, en parapetos ante un artilugio de
muchas toneladas conducido por quién la mayoría de las ocasiones (y casi
siempre olvidándose el carnet de identidad o el pasaporte en el lugar del
crimen) habita, siguiendo con referencias culturales, en La Ciudad de Dios de
la que hablaba Agustín de Hipona. El mundo civilizado plantando cara, entre
villancicos y ardientes tarjetas de crédito, al bárbaro paganismo.
El año ha comenzado con varios atentados en Iraq y uno
en Turquía. El ocurrido en esta última nación, y más en concreto en la ciudad
de Estambul, que simboliza ese transito entre Oriente y Occidente, ha tenido,
con muchos muertos occidentales, sin llegar a ser París o Alemania, amplia
repercusión en los medios, donde surge de inmediato la siguiente cuestión: ¿hay
víctimas españolas? La pregunta, por supuesto, es pertinente. Imagino la
angustia de personas con familiares en esa zona. En Iraq, donde ha habido en
este arranque de año, varios atentados con mayor número de víctimas, la mención
ha sido, en términos coloquiales, de pasada, fugaz. Unas imágenes de los
destrozos, casi siempre en un mercado, generalmente de una zona chií, donde se
observa gente desorientada e intuyes, con lo que la pregunta no suele salir en
las televisiones, que no hay ningún turista español paseando por esos lares,
tan ajenos a la mentada ciudad divina, esa donde, oh paradoja, la tarde del 5
de enero se aprestan a desfilar unos magos de oriente mientras miramos de reojo
que esté bien ubicada la muralla y sus almenas con guardianes que nos protegen
del peligro, nada mágico, que habitando entre nosotros, siempre viene de
oriente.
Navidades rigurosamente vigiladas contra camiones
acechantes, como el vehículo malvado de una película de dibujos de Disney, para
sentirnos más seguros. Cierto que como coletilla nos dicen, y no nos mienten,
que la seguridad absoluta no existe. Y tienen razón, al menos por lo que hace
al ciudadano de la calle, de esa calle hipervigilada de las grandes ciudades de
la libertad donde mi transitar y el de
millones de anodinos como yo, puede ser filmado casi paso a paso. En cambio, estoy
convencido de que ese primer modo de atentado rabioso de los humildes, piensen
en Cánovas o Canalejas, que era el magnicidio, ir derechitos a los grandes
jerifaltes políticos o económicos es ya casi un vestigio del pasado. Los
grandes líderes mundiales cuentan con protecciones casi inexpugnables. Nosotros
no. Nosotros vivimos unas navidades donde a los plácidos sabores dulces o
salados, que rutinariamente nos felicitan, se les añade ahora el picante de la
inquietud.
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