Un tertuliano de Tele 5, el sociólogo Javier Gallego
(no lo confundan con un periodista del mismo nombre), en un debate sobre los
mil y un dimes y diretes sobre la hipotética
formación de un nuevo gobierno y las mayorías necesarias para ello, dijo que Adolfo
Suárez con 165 diputados (menos de los 169 que suman ese falso gandul que es Rajoy,
vacacionando en Galicia mientras le da largas al lacayo Rivera y se sonríe
observando tanto idiota que habla de la urgencia de formar gobierno sin
preguntarse que políticas haría ese nuevo ejecutivo), había cambiado España. Y esa
es la visión dominante. España la cambió un ex Ministro Secretario General del
Movimiento. O sea, del partido único fascista español. Y cuando el señor se
murió, al aeropuerto de la capital del estado se le puso su nombre. Sí, así se
escribe la historia, tantas veces repugnante e hiriente, de este país. El gran
símbolo de la democracia es un señor que pertenecía a las élites fascistas.
Desde una óptica democrática sería más lógico que ese
aeropuerto o alguna otra infraestructura de gran entidad, llevara, es un
ejemplo simbólico y por contraponer un nombre propio, el de Marcelino Camacho, que
no fue solamente un dirigente sindical, sino un luchador antifascista desde la
sublevación del 36 hasta la muerte del dictador en el 75. Pues no. El héroe de
la democracia es una persona que se desarrolló, y no pasando por allí en una ventolerilla
juvenil, políticamente al servicio de la dictadura. Además, era en ausencia de
Manuel Fraga, de visita en Alemania, responsable de Orden Público el 3 de marzo
de 1976, cuando se produce la matanza de Vitoria. Esos cinco asesinados que
demostraban que muerto el perro, la rabia seguía campando a sus anchas. Y Suárez
era el jefe, aunque fuera circunstancial (no me olvido de Juan Carlos, el hijo
político del jefe terrorista Franco), de ese ejército rabioso que asesinó en
Vitoria sin que ninguno de sus integrantes fuera, no ya encarcelado, sino
procesado. Y también fue un hombre necesario para unas élites que querían
cambios para que, fenecidas la portuguesa y la griega, la última dictadura
fascista de Europa se transformara sin tocar ningún pilar del edificio
afianzado por la dictadura tras el susto que supuso la Segunda República, excesivo,
pero entendible tras siglos de dominio avasallador en base a una estructura
social férrea.
Pero en realidad traigo a Suárez a este texto a cuenta
de Arnaldo Otegui, el líder de la izquierda abertzale vasca que ha estado
encarcelado seis años y medio, sin reducción de condena alguna. El 25 de
septiembre próximo se celebrarán elecciones autonómicas en Euskadi. Y ha
surgido la polémica. La fiscalía, con el aplauso entusiasta y del PP, de Ciudadanos
y de UPyD, ese partido que aún no se ha enterado de que ya no existe, presenta
un escrito ante la Junta Electoral diciendo que Otegui es “inelegible” pues está
inhabilitado. PNV y Podemos defienden que Otegui se presente y la ciudadanía
vasca decida. El PSOE, que no impugnará la candidatura de Otegui, contrapone su
acatamiento a la justicia.
Empieza un baile que, me mojaré, pienso que acabará
con Otegui fuera de la pista y sediento, pues según el dirigente del Partido Procesado
(PP), Javier Maroto: “a Otegui, ni agua”. A pesar de que desde 2004 fue el
dirigente que empezó a trabajar por el fin de la violencia de ETA. Y los que
piensen que el fin de una organización que tiene como forma de lucha la acción
armada es sencillo, que miren hacia La Habana, donde esa organización “terrorista”
llamada FARC y el gobierno colombiano estuvieron varios años negociando hasta
lograr un acuerdo. Aquí, el gobierno del PP, tan olvidadizo de las más de 100.000
víctimas del fascismo y de la acción posterior al 75 de los cuerpos policiales
y parapoliciales (terrorismo de estado), es un paseante perpetuo, a ver que rédito
cae, de las víctimas de ETA.
De este modo, un hipotético líder de los victimarios,
Otegui, especie de Sísifo inverso, es perpetuamente arrojado a los infiernos
por el pensamiento dominante, servido diligentemente a cualquier hora y formato, del cuál es eje fundamental un partido fundado por
Manuel Fraga, un jerarca, un victimario del fascismo gobernante que, ya que de
víctimas a sangre fría hablamos, estaba en el Consejo de Ministros que en 1963
dio el plácet al fusilamiento del líder comunista Julián Grimau. Adolfo Suárez,
el jerarca sacrificado y angelical, quizás victimario a su pesar, en cambio,
cada vez que se le cita, es ascendido, aeropuertos aparte, a los cielos, y
nombrado padre fundador de la democracia hispana.
En el estado español, los perseverantes o los conversos
a la democracia, provenientes del Movimiento Nacional, ese engranaje político e
ideológico del terrorismo fascista, jamás han tenido el más mínimo problema para
presentarse a las elecciones ni se vieron afectados nunca por ilegalización
alguna. Incluso cuando la justicia argentina osó pedir tomar declaraciones a
personas sospechosas de delitos de lesa humanidad, esos conversos o
perseverantes, fueron protegidos. Mirando esta realidad, ¿se le puede negar a
Otegui su derecho a ser candidato a lehendakari?
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