Si algo tengo claro es que
para la derecha, vía armada mediática, la lucha ideológica, ese terreno en el
que quizás por desacomplejada nos lleva una ventaja sideral, es una prioridad. Siempre
la tienen al fuego, bien burbujeante, con el objetivo, paradójico, de enfriar
la gran lucha inmemorial, básica y esencial: la de clases.
Una de las maneras más
simples de lucha ideológica para la derecha es la vía del descrédito personal
del mensajero. Circunstancia que servirá para invalidar la totalidad del
mensaje y desencantar a aquellos que se acercan al fenómeno político con la
palabra creencia en el borde de los labios. No es raro oír, por ejemplo: “yo no
creo en los políticos”. Pues ya somos dos, oiga. Ni maldita falta que hace. Imaginemos
un líder de izquierdas que dice verdades como puños y del que un aciago día se
revela que su intachable palabra esta salpicada de deshonestidades diversas. Ese
líder tendría que ser removido y, si es necesario, responder ante la justicia
de sus tropelías. Pero sus palabras, sus denuncias o sus propuestas, seguirían
teniendo la misma veracidad. Sin embargo, somos conscientes de que a una parte
muy apreciable de la población, esa que necesita creer, el impacto le llevaría
a cuestionar el lote completo (mensajero y mensaje). Y sé que, lamentablemente,
el liderazgo de un proyecto, aunque la historia la protagonicen y la padezcan,
en mayor medida aún, los pueblos, es importantísimo. Me parece poco probable
que alguien en el ámbito de la izquierda transformadora discuta el incalculable
papel de Fidel en la revolución cubana, o de Chávez como desencadenante de la revolución
bolivariana. Incluso la magnitud de estos individuos hace que me pregunte lo
siguiente: ¿Esos procesos sociales habrían tenido el mismo recorrido sin sus
prominentes figuras? Y, ¡oh paradoja! es
una pregunta que me entristece, pues en sus países, como en tantos otros, la
realidad de miseria, opresión y desigualdad, ya estaba allí. Afortunadamente pienso
que tanto en Cuba como en Venezuela gran parte del pueblo ha pasado de la creencia
en uno u otro líder a la conciencia de la necesidad de un mundo más justo.
Alberto Garzón, líder de
una formación política, Izquierda Unida, nucleada alrededor del Partido
Comunista de España, es uno de esos que piensa que es necesario un mundo más
justo, un mundo socialista en el cuál no deberían existir dos grandes
aberraciones: la extrema riqueza que no se puede gastar en mil vidas y la
extrema pobreza que no te deja completar con dignidad una sola.
Más allá de la ola
anticomunista mundial tras la caída de Unión Soviética (ese estado que surgió
de una revolución casi centenaria que no se si conmovió, pero sí sé que, por
decirlo sin crudeza, acongojó al mundo capitalista), el mensaje de los
comunistas, de un mundo más igualitario debe ser conveniente y pertinazmente
machacado a la más mínima oportunidad con lo que decía al principio: con la máxima
simpleza que casi siempre encuentra el confortable sofá de la mínima actividad
neuronal. Me refiero, por ejemplo, a convertir la boda de dos personas ideológicamente
de izquierdas, que viven de su trabajo, en la política o la medicina, sin
explotar a nadie, en un acto de opulencia capitalista que haga desconfiar a la
gente humilde de ese tipo que siempre habla de la clase trabajadora y, pregonando
la igualdad, en el fondo es igual que todos los políticos: un aspirante a
llenarse los bolsillos.
El elemento sustancial y
conformador de esta mugre ideológica es la mentira, que avanza desbocada por las grandes avenidas de las redes sociales
donde campan del bracete ágrafos y estultos, tan sobrados de ¿información? como
escasos de formación.
Un par de simplezas bastan.
“El comunista se casa por la iglesia”, mienten, para remachar la falsedad del
supuesto ateo, aquellos a los que no les da asco vivir en un país donde su
confesión religiosa esta libre de pagar impuestos por sus numerosas propiedades.
“El comunista contrató un menú de 300 euros”, mienten, triplicando el precio y
buscando el menoscabo moral de Garzón, los mismos que no ven inconcebible que
muchos jugadores de fútbol de primera división ganen en un año lo que un
diputado y una médica no ganarán conjuntamente en toda su vida.
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