Juan Valyán
era, paradójicamente, un hombre sin historia. Su vida había sido una
concatenación de rutinas. Apenas en su juventud tuvo ciertas ínfulas
guevaristas, comprando una gastada zamarra de faena del ejército, que acompañó
de la boina rebelde y una barba fidelista que los mayores peligros que vivieron
fueron pequeñas manifestaciones ilegales que se dispersaban al alegre paso de
los grises. Gris era el color de su existencia, y no lo lamentaba, había
trabajado la grisura con esmero tras leer toda la poesía amorosa que vieron los
siglos y tomar la decisión de que él no padecería jamás por esa infección
mortal que se conoce como amor, fuera éste el que se siente por una causa o por
un ente femenino. Sabía que deslindarse de las causas nobles, al menos cuando
la posición social es apacible, era un objetivo sencillo, con la dificultad de
dejarse caer plácidamente por un tobogán. El territorio de las mujeres lo
vivía, por su propia debilidad, como más acechante. Y, terco como una mula,
cuando una mirada alteraba su cansino ritmo cardiaco, tomaba, casi derrapando,
la primera desviación y, con empeño de asesino metódico, borraba todos los
rastros físicos y los brotes emocionales. Tras vacunarse, Valyán, nada ajeno al
latido carnívoro de la especie, cazaba mujeres rotundas y que intuía ajenas al
instinto materno. Prolongaba los encuentros
mientras no prendiera una brizna de cariño en algún pliegue cerebral
díscolo. También ponía fin, haciendo la sangre justa, si notaba en su ocasional
compañera de juegos ese antecedente devastador que es la ternura. A los
cuarenta y cinco años, en otra vuelta de tuerca, cerró la tienda de los juegos
carnales y abrió el mundo, que ya nunca abandonó, de los nomadeos persistentes,
sin alejarse nunca mucho de su guarida, donde devoraba libros insustanciales y
escribía la vida que nunca viviría. En esos paseos errabundos, donde
compaginaba el vehículo y el andariego, descubrió un lugar que le subyugó. Situado en mitad de un sendero ancho, que bordeaba un monolito ancestral, donde
punteaban los pinos y abundaba el monte bajo, halló un modesto trono trabajado
por los milenios que convirtió en su pequeño observatorio de los humores que
desprende la tierra en los atardeceres, donde casi a la par empiezan a titilar
las luces mortecinas de los pueblos y las primeras estrellas.
El cinco de
enero de 2014, tan reciente su jubilación, motivo por el cuál ya pocas palabras
pronunciaría el resto de su vida, como sus sesenta años, dejando atrás la urbe
donde los niños, anhelantes de regalos y temerosos del colegio, preparaban su
noche de insomnio, tras aparcar en la curva de siempre, enfiló el caminillo que
tantas veces había hollado. El fuelle menguaba, quizás pronto su trono quedaría
vacío. No había atisbos de melancolía en ese pensamiento. Sabía que era inútil
cuestionarse las leyes de la vida.
Quizás ya estaba recorriendo los caminos aquél que le sustituiría, pero
aquella tarde aún era suya. Cuando lo vio, allí, a la derecha, en un plano
ligeramente inferior al camino, a su pesar, casi con ira, se añulgó. Bien
abrigado tomo posesión y colocando ambas manos sobre la verticalidad del viejo
bastón con punta de metal, esbozo una sonrisa cansada y se sintió un héroe
antiguo y desterrado que se presta a ver pasar ante sus ojos inmortales los
eones. Su sonrisa se amplió y con un punto sardónico se dijo que nunca debería
haber leído El Señor de los Anillos o desvaríos similares. Cuando, con un
precioso estertor rojizo, la noche ponía en fuga el límpido azul de la tarde,
sintió el ruido amortiguado, regular y creciente de unas pisadas. Desechó el
miedo por ilógico y puesto en pie esperó la aproximación de las lucecillas que,
lentas, se aproximaban. Ante él se pararon tres figuras a lomos de sus
respectivas bestias. Cuando apagaron las luces de visera Juan percibió su
condición de mujeres montañeras, pertrechadas de botas y trencas.
-Buenas
noches señoras, soy Juan Valyán.
-Buenas
noches caballero –contestaron al unísono.
-Yo soy
Alegría, la reina maga del pasado.
-Yo
Tristania, la reina maga del presente.
-Me llamo
Impasíbilia, la reina maga del futuro.
-Van
ustedes a recibir una demanda post
mortem de Charles Dickens y el cabreo bíblico de San Mateo señoras –contestó
risueño Valyán.
-Don Juan
–repuso Impasíbilia- , sea usted más serio y mírese la chepa, que es bastante
miserable, a la par que ridículo, birlarle con disimulo el nombre a don
Víctor Hugo.
-Basta de
pullas, que hay mucho camino por delante –suspiró Tristania.
-Pues con
esos animalitos… -retorció jodelón.
-Estos
animalitos y nosotras seguiremos en el camino cuando de usted no quede ni el
recuerdo de sus malos pensamientos y sus inexistentes acciones, señor Vallllllllyaaan.
-Que nombre tan mal puesto el tuyo…
Impasíbilia.
-Impasíbilia, Tristania, no es momento de
broncas. Además, Juan, por cruzarse en nuestro camino esta noche tan
especial, tiene derecho al privilegio de los tres deseos –terció Alegría.
-Pobre Aladino…Ustedes señoras, dicho sea con
todo respeto, van saqueando alegremente las historias. ¿Por cierto, para que me
concedan los tres deseos qué y con qué
tengo que frotar?
-Ese genio
es puro humo tontaina, un tipo demediado. Mi puño en cambio es real y certero.
Es insoportable… -rugió Impasíbilia mientras Tristania invocaba su
profesionalidad.
-Juan, no
seas tonto, ¿acaso no tienes deseos?
-Señoras,
los deseos son casi lo único que no me ha faltado en la vida. Hace un minuto
habría sido jocoso y hurgador, pues estaba pensando en pedirle a la sin par Impasíbilia
una noche de desenfrenada coyunda –Impasíbilia meneo desdeñosa la cabeza-. Hace
medio habría soñado recuperar un fracasado proyecto de asaltar el Banco de
España –ya ha sido completamente saqueado apuntó Tristania-. Ahora sólo deseo
una balconada celestial, convertir este trono de piedra en atalaya de aire
cuando muera.
-Valyán, no
pidas imposibles –contestaron al unísono.
-¿Imposibles?
Ustedes tienen cuña con el dios todopoderoso.
-Está viejo
y cansado, ya ni siquiera se cree a sí mismo –contestaron doloridas al unísono.
-Pues la
tendrán con el hijo. Sus esposos le llevaron presentes hace dos mil…
-¡¿Nuestros
esposos?!... –bramaron-. ¡Es imposible enderezar una memoria histórica
deformada…!
-El hijo, Valyán, se ha vuelto ateo, ahora
está siempre de cháchara con un barbado decimonónico y un ruso achinado y embalsamado -habló pesarosa
Alegría-. No hay balconada posible Juan, disfruta éste mágico lugar mientras
puedas.
Pusieron pie en tierra y le besaron
tiernamente en los labios. Los de la arisca Impasíbilia eran dulces y
esponjosos. En silencio siguieron su camino. Al cabo de varios días, la inmovilidad, el abandono
del coche de Valyán en aquella apartada curva llamó la atención.
Nunca se le encontró.
Los reyes magos, lo saben hasta los niños, no
existen. Pero las reinas magas sí, y alumbran el mundo.
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